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Érase una vez —así deberían empezar todas las buenas historias– un señor extranjero de aspecto impoluto que arribó al pueblito pesquero de Isla Cristina, en Huelva. Corría el año 1954 y aquel elegante caballero, ataviado con su largo abrigo negro y su acento alemán, anunció que andaba en busca de un terreno para Biomaris, una empresa germana dedicada a la elaboración de productos de cosmética. ¿Su objetivo? Construir unas salinas en las marismas onubenses que les surtiera de sal.
Los locales enseguida se hicieron eco de la visita y pronto algunos de ellos pasaron a formar parte de la cuadrilla que puso en marcha el proyecto, en su mayoría, marineros acostumbrados al uso y manejo del fango. Con el tiempo, ellos mismos se convirtieron en los propios sacadores de sal. “Como en esa época no solían venir personas extranjeras a vivir a Isla Cristina, la gente del pueblo no sabía pronunciar su nombre, Hans Burghard, y le apodaron Juanito el alemán”.
Nos cuenta la anécdota Sabina Limón, nieta de Manolo el del guano, uno de aquellos isleños encargados de poner en pie el negocio y parte del equipo que hoy, y desde 2003, regenta la bautizada como Salinas del Alemán. La razón del nombre, posiblemente, no necesite de explicación, aunque lo que sí hace falta resaltar es que, desde la llegada de Juanito a tierras onubenses, hasta hoy, han sucedido muchas cosas.
Como antaño, el trabajo en las Salinas del Alemán arranca bien temprano en la mañana para evitar así las peores horas de sol: la campaña de la sal transcurre durante los meses de verano, cuando el agua de las marismas recibe el calor suficiente para evaporarse, aumentar su salinidad, y cristalizar. “Aprovechamos la gravedad y la marea para hacer que el agua vaya recorriendo diferentes estanques naturales hasta llegar a la zona de cristalización. La zona principal o embalse entra por el caño hasta el estero, es la primera zona donde se acumula el agua. Desde ahí se le da paso al serpentín, que es una especie de laberinto que hace esa forma de serpiente. Dependiendo de la zona en la que esté ese agua, tendrá una composición y características diferentes”, explica Sabina.
Caminamos entre pequeñas balsas y cristalizadores visualizando lo explicado. En una de ellas, dos salineros se hallan en plena faena. Son Juan Carlos y Arkaitz, guatemalteco el primero, vasco el segundo, ambos con años de experiencia a sus espaldas en el manejo de la sal. Con energía y decisión, alzan el robadillo, herramienta tradicional en este arte, para introducirlo en los cristalizadores y arrastrar con delicadeza la sal marina hacia los bordes. Acumulada en barachas —así se conoce a cada montaña resultante de sal—, permanecerá un par de días antes de ser empaquetada en bolsas.
Un oficio artesano que no ha cambiado mucho desde que, 70 años atrás, Juanito el alemán lo iniciara. Aquí la maquinaria brilla por su ausencia y en su lugar está el cariño y mimo de los salineros, que trabajan duro con sus manos, día a día, para lograr que todo salga bien. “En la época de Juanito el alemán, Biomaris enviaba de vuelta los productos que hacía: geles, cremas hidratantes, champús... Pero también un bote con colillas que se encontraban en esa sal que enviaban desde Isla Cristina, como llamando la atención para que fueran más pulcros y tuvieran más cuidado al trabajar”, bromea Sabina. Bueno: quizás sí que han cambiado las cosas un poco desde entonces.
Pero la historia de este enigmático lugar no termina ahí: allá por los 80, Juanito habló con Manuel el del guano y le propuso que comprara las salinas. Juanito dudó, pensó, y decidió: finalmente el negocio que había hecho crecer él mismo pasaba a ser suyo. “A partir de entonces la sal ya no se enviaba a Alemania, sino que se destinaba al comercio local: a la salazonera, a empresas de embutidos, a panaderías… Esa era la fuente de ingresos que tenía mi abuelo”, comenta Sabina. Las cosas comenzaban a cambiar.
Mientras Juan Carlos y Arkaitz continúan con su labor, un grupo de visitantes se acerca curioso a contemplarles trabajar. Están liderados por Estefanía, hermana de Sabina y también parte de este negocio familiar. Ella se encarga de hacer rutas guiadas por las instalaciones con las que transmitir la historia de las salinas que es, al fin y al cabo, la de sus propias vidas. Una historia que, en 2003, tomó nombre de mujer.
“Cuando tenía 80 y tantos años, en el 2002 más o menos, mi abuelo ya tenía problemas de salud y decidió poner las salinas en venta”, narra Estefanía. “Pero dos años estuvo el cartel colgado y nadie se interesó por ellas. El peligro era que si a los dos años no se trabajan las salinas, se podía perder el derecho de explotación aunque tuviéramos la propiedad”, continúa. “Así que mi madre, a quien le daba pena, decidió retomar el trabajo. Eso sí: mi abuelo no la apoyó”.
Y no lo hizo por dos cuestiones: una, porque la competencia con las salinas industriales hacía que el negocio diera más pérdidas que alegrías, y dos, porque en un mundo protagonizado por hombres… ¿cómo iba a poder desenvolverse una mujer? “Pero mi madre insistió, le pidió que le enseñara, y lo consiguió. Al final se quedó a cargo de todo”. Las cosas no fueron demasiado bien los primeros años, pero un día, sucedió el milagro: un turista francés que pasaba por allí vio cómo Manuela, que así se llama, hundía en las balsas de las salinas una pequeña crema blanca que se creaba al final del día en su superficie. “El francés le dijo: Señora, en Francia esa sal se recoge con mucho cuidado y tiene mucho valor, le llaman oro blanco, flor de sal”, cuenta Estefanía. No sabía aquel hombre que acababa de cambiar para siempre el devenir de esta empresa familiar.
De esta manera, Manuela se convirtió en pionera en poner en valor la flor de sal, más baja en cloruro sódico y una de las tres variedades que, hasta hoy, continúa produciendo. Tanto esta, como la sal marina, de grano mucho más grueso, y las escamas, se pueden comprar en la pequeña tienda junto a las propias salinas en diferentes formatos y sabores, y son un verdadero producto gourmet. Ninguna de las tres sufre ningún tipo de lavado, apelmazado o blanqueado en todo el proceso. Son 100% artesanales y naturales. De hecho, fue la primera sal ecológica de Andalucía.
Junto a Sabina y Estefanía, otros dos hermanos trabajan también a las órdenes de su madre. Además, su marido y yernos también se han unido a la aventura. Una familia que cree firmemente en lo que hace y que revindica las raíces de una tierra estrechamente ligada a la vida en las marismas. Y que, además, ha sabido proyectar mucho más lejos.
“Ahora somos conscientes de que una salina puede ofrecer muchas posibilidades. Al final, es una actividad que no solo tiene por qué dedicarse a lo agroalimentario: para nosotros también es una puesta en valor, y esa valoración hace que la gente del entorno pueda conocernos y a la vez proteger lo que tenemos”, sentencia Sabina. ¿Y de qué manera comparten con vecinos y visitantes la joya que atesoran? “Ya en 2013 pusimos en valor un subproducto elaborado también en las salinas al que llamamos aceite de magnesio, que no es más que agua con mucha concentración salina”, asegura Sabina. Su composición química, mayormente magnesio, cambia la densidad y la hace más aceitosa. “Con el paso del tiempo hemos visto que ese aceite tiene unos increíbles beneficios terapéuticos, sobre todo para enfermedades de la piel, óseas y musculares”.
Con la idea de compartir sus beneficios, en 2015 construyeron un spa salino cuyas instalaciones, en plenas salinas, son objeto de deseo de todos los que conocen el proyecto. Tanto, que es necesario reservar con antelación para poder acceder a él, abierto al público solo durante los meses más calurosos y sin lluvia. “Es muy bueno para personas que tienen soriasis, algún tipo de eccema o alergias cutáneas, paro también para personas con fibromialgia, artrosis, dolores musculares… la gente al comienzo se exfolia la piel, pero después entra en una balsa en la que flota como en una especie de Mar Muerto”, explica Sabina.
Así, el organismo absorbe todo el aporte de magnesio que necesita y promueve el drenaje linfático. Relaja, proporciona bienestar y ayuda a eliminar el estrés. ¿Qué más se puede pedir? Solo hay que contemplar a los usuarios del spa mientras flotan en sus aguas rosas para entender que solo hay una manera de acabar la visita: con una enorme sonrisa en el rostro.
“Tras las piscinas de magnesio pusimos también unas tinas con fango y sal marina para tratamientos estéticos. El fango, aplicado tanto en el cuerpo como en el rostro y en el cabello, hace una exfoliación y los limpia en profundidad”, apunta nuestra cicerone. Para rematar el plan perfecto, una cabina de masajes en los que abrazar la paz con cualquiera de sus tratamientos y clases de yoga únicas con las luces del atardecer por compañía.
Una manera especial de poner fin a este paseo por la historia de un oficio y de un lugar. Una visita que revela, una vez más, que cuando se cree en algo, bien merece la pena pelear hasta el final. Así lo creyeron quienes hoy nos regalan la sal de la vida.