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Hace varios siglos, en época de Miguel de Cervantes y fruto de su inventiva, dos perros llamados Cipión y Berganza conversaban frente al vallisoletano Hospital de la Resurrección, hoy desaparecido y en cuyo solar se alza actualmente la lustrosa Casa Mantilla, icono de la arquitectura decimonónica de la ciudad. No podemos imaginar la cantidad de dimes y diretes que el par de canes intercambiarían, más allá de los textos conocidos del relato El coloquio de los perros, pero es posible que, entre chanzas y verdades, apareciera alguno de los rincones que el paso del tiempo ha ido relegando al olvido y que, junto a otros que han visto la luz en los siglos posteriores, forman parte del Valladolid más insospechado.
Nos levantamos temprano y los últimos estertores del amanecer inundan el ambiente de la histórica villa. Obviamos el lucero del alba al guiarnos y nos dejamos conducir por la silueta del sol para llegar hasta nuestro primer objetivo. Un sol especial, pues no ilumina y su naturaleza es pétrea, pero un sol, al fin y al cabo. Se trata del emblemático símbolo del palacio renacentista que en otra época ocupara el Conde de Gondomar, emplazado al comienzo de Cadenas de San Gregorio, la calle peatonal que concentra algunas de las joyas más deslumbrantes de la ciudad del Pisuerga -y del Esgueva-.
En efecto, nos encontramos ante la fachada de la Casa del Sol, una de las sedes del Museo Nacional de Escultura y, sin duda alguna, la menos conocida de ellas. En ella se ha aprovechado la restaurada nave de la antigua iglesia del siglo XVI de San Benito el Viejo -adosada al palacio- para exponer, desde 2011, parte de la colección del extinguido Museo Nacional de Reproducciones Artísticas, con las obras destacadas de los mejores talleres europeos de los siglos XIX y XX. ¿El resultado? Un espacio sublime y cargado de belleza donde corremos peligro de sufrir el síndrome de Stendhal.
Tras el baño de obras clásicas y renovado nuestro espíritu, nos dirigimos hacia los límites de lo que fuera la primera muralla que protegió la Valladolid más primigenia, que aprovechó el trazado de una cerca primitiva existente antes de la repoblación del Conde Ansúrez de estas tierras en los siglos XI y XII.
Allí, donde las iglesias de San Miguel y San Nicolás fueron coetáneas de los primeros coletazos de lo que luego se transformaría en la villa de Valladolid, aparece la Real Iglesia Parroquial de San Miguel y San Julián, que unió en 1775 las dos advocaciones en este templo erigido ya en el siglo XVI. Su fachada, claro exponente de la arquitectura de los jesuitas, no nos permite presagiar la sorpresa que nos aguarda en el interior.
La magnífica escultura de alabastro, realizada inusualmente por Gregorio Fernández a comienzos del siglo XVI, del sepulcro de los Condes de Fuensaldaña nos recibe en la nave central, anunciándonos poco a poco las maravillas que vamos a contemplar en la sacristía. Tanto en ella, como en las salas que la preceden, la cantidad de obras artísticas de valor incalculable nos abruma. Nos acercamos al retablo pintado en trampantojo que preside la sala, jalonados por los bustos-relicarios de los Padres de la Iglesia recién devueltos de la exposición de Las Edades del Hombre, que nos impulsan hacia nuestra particular alegoría religiosa de El Dorado: la capilla-relicario.
Una antiquísima reja nos da paso a una sala absolutamente hechizante donde la solería, los azulejos y las decenas y decenas de urnas y bustos con reliquias de gran importancia histórica envuelven nuestro entendimiento.
Salimos de la iglesia en dirección a la playa de las Moreras y un atrayente olor a repostería nos hace entrar en el despacho del convento de Santa Isabel, nuestra siguiente parada. Nos reciben dentro la madre abadesa y el resto de religiosas franciscanas, en pleno quehacer en el obrador, tentando nuestra gula con las deliciosas preparaciones que se elaboran ante nuestras miradas. En pleno éxtasis, emulando los que viviera Santa Teresa de Jesús -aunque el nuestro sea de apetencia -, alcanzamos el claustro y conseguimos vencer el pecado capital con la contemplación de las preciosas tracerías de las balaustradas y la armonía del conjunto, y nos vemos obligados a confesar a la madre abadesa que no podemos imaginar un mejor lugar para el retiro.
Recorremos el piso superior y las estancias adyacentes distinguiendo obras de un valor artístico excepcional y acabamos en la iglesia, a los pies de la tumba de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el más afamado conquistador de los territorios del sur de los actuales Estados Unidos, sin darnos cuenta de que los realmente conquistados hemos sido nosotros, pero por la hermosura del convento. Fuera ya del entorno de clausura de las religiosas franciscanas, decidimos no reprimir más nuestros impulsos terrenales y optamos por dirigirnos al Museo del Dulce, un acicate de nuestros pasos que nos planta en el entorno de la Plaza Mayor en un santiamén.
La placa con el nombre de calle de la Pasión nos ayuda a pensar que hemos descendido rápidamente de los cielos a la Tierra, aunque pronto advertimos que el cartel nomenclátor hace referencia a la iglesia del mismo nombre que se ubica en esta céntrica vía vallisoletana. Pero lo que vamos buscando no se encuentra en la iglesia, sino bajo los soportales, en el interior de uno de los establecimientos más representativos de la cultura vallisoletana. Es la ‘Confitería Cubero’, el negocio que acabara instalando en este punto el maestro artesano Enrique Cubero Román en los años ochenta.
Nada más entrar podemos sentir que nos encontramos en un lugar único. El estilo de los mostradores y el salón, las paredes repletas de cuadros y diplomas, la colección de cucharillas o el obrador a la vista del público, son solo la antesala de lo que nos espera al final del local, donde unas escaleras nos conducen al Museo del Dulce.
El espacio acoge los monumentos más representativos de Valladolid y algunos de Castilla y León, así como construcciones típicas castellanas, con la particularidad de estar realizados todos ellos a base de pasta de azúcar. Grandes obras de arte que han acaparado todos los premios nacionales e internacionales que podamos imaginar gracias a la labor de una vida entera de Enrique Cubero.
No muy lejos de la Plaza Mayor y a una escasa centena de metros de la Catedral Metropolitana, la torre de la iglesia del Salvador nos guía a modo de atalaya entre el trazado urbano del casco histórico. Nos encaminamos a su interior para explorar sus entrañas con la intención de hollar -en la más respetuosa de las acepciones que recoge el diccionario-, uno de los rincones visitables más antiguos de la ciudad.
Y es que este templo en el que, según la tradición, fuera bautizado en el siglo XIV el patrón de la ciudad, San Pedro Regalado, oculta en su interior tanto la Capilla de San Juan Bautista -uno de los pocos restos góticos que se conservan en Valladolid- como los enterramientos más antiguos encontrados en la urbe.
La capilla, edificada allí donde, en el siglo XIII, se encontraba la ermita de Santa Elena, muestra bajo su entarimado toda una serie de sepulcros antropomorfos, algunos de los cuales aún conservan restos óseos. Visibles a nuestros ojos, nos preparan antes de descender a la serie de criptas del subsuelo, donde un pequeño osario medieval nos enfrenta al sentido de la muerte recordándonos que, muchos siglos atrás, otros antes que nosotros se enfrentaron a ese destino. Sobrecogidos aún, aunque con la grata sensación de haber escudriñado el pasado lejano, dejamos para el final dos de los lugares más insospechados que alberga Valladolid.
En primer lugar, mientras que el Almirante Cristóbal Colón -muerto y enterrado en un primer momento en esta misma ciudad- buscara en su día Catay y Cipango y hallara finalmente -sin llegar a saberlo nunca- el continente americano, nos ocurre a nosotros que, en plena meseta castellana, nos topamos con la mejor colección de arte oriental existente en España y una de las más importantes de Europa, con muchas piezas catalogadas como únicas en el mundo.
El Museo Oriental, dispuesto en 18 espléndidas salas que rodean en parte el claustro del Real Colegio de los Padres Agustinos Filipinos, nos brinda la oportunidad de contemplar lo más destacado de la colección de miles de objetos y obras de arte que se han conservado del intercambio cultural de los misioneros que, durante siglos, llegaron a China, Japón y Filipinas para llevar a cabo su acción evangelizadora, de los que dos terceras partes salieron de Valladolid.
Abandonamos Asia y saltamos de continente -aunque sigamos en Valladolid- desplazándonos hasta el Palacio de Santa Cruz, el primer edificio de estilo renacentista que fue levantado en España. Construcción formidable en cuyo interior nos espera el Museo de Arte Africano Arellano Alonso de la Universidad de Valladolid.
Nos han puesto en conocimiento que se trata de una de las colecciones de la África subsahariana más destacadas de toda Europa, con piezas que datan del siglo V a.C., pero, al visitar las distintas salas, sobrepasamos todas nuestras expectativas. La colección de monedas africanas, las impresionantes manifestaciones del Reino de Oku y, sobre todo, la magnificencia de la Sala Renacimiento -una joya en sí misma-, donde se expone de forma magistral una colección de escultura figurativa en terracota única en su clase, no pueden significar un mejor punto final a nuestro recorrido.
Decía el ilustre vallisoletano Miguel Delibes, en su obra El Camino, que “las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”. Nosotros, parafraseamos al genial novelista para afirmar que hemos podido vislumbrar una Valladolid como siempre nos habían contado y, sin embargo, hemos conocido una Valladolid como nunca hubiéramos imaginado.