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Volvemos al norte en un año clave. Tras los pasos del rey Pelayo y guiados por la Santina nos entregamos a la espesura de sus bosques de robles y hayas, a sus desafiantes cumbres de caliza, a sus desfiladeros colosales y a sus ríos ruidosos. Volvemos para (re)descubrir el primer parque nacional de España, el de Picos de Europa, y para hacerlo en el año de su centenario. Pero hablemos primero de historia.
La de la batalla de Covadonga (722) en la que, entre mito y realidad, el rey Pelayo masacró a las tropas musulmanas y desencadenó la legendaria Reconquista, forma parte de la memoria colectiva, especialmente entre los asturianos que lo han convertido en símbolo de identidad y en su Termópilas particular.
Sin embargo, la historia que concierne a la creación del otrora Parque Nacional de la Montaña de Covadonga no es tan conocida, ni lo es la figura de su impulsor: Pedro Pidal (1870-1941).
Antes de empezar nuestra expedición por Picos hacemos una parada en Cangas de Onís para indagar sobre Pedro Pidal y los orígenes del parque y encontramos en Luis Aurelio González, doctor en filosofía política e incansable analista (y crítico) de la región, el mejor profesor para ilustrarnos.
Tras la guerra Franco Prusiana (1870-1871) los franceses se propusieron cartografiar todo lo cartografiable en Europa y con tal afán llegaron a los Picos de Europa. El conde de Saint Saud lideraba las expediciones para coronar las principales cumbres del lugar con excepción de una que aún se les resistía: el Naranjo de Bulnes (2.519 metros).
"Yo que me considero un patriota, ¿voy a dejar que los franceses suban la cima más mítica?" recita Luis Aurelio parafraseando a Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa y diputado a Cortes, gran cazador y, sobre todo, gran enamorado del lugar. En compañía de Gregorio Pérez 'El Cainejo' corona el implacable Urriellu en 1904 y empieza a interesarse por el valor turístico de los Picos de Europa, hasta la fecha: su "cazadero favorito de rebecos".
Viaja a EE. UU. para conocer los pioneros parques de Yellowstone y Yosemite y vuelve con la certeza de hacer lo mismo en Picos de Europa. "Otra de las excentricidades de Pedro Pidal" escriben los diarios de la época cuando lo propone ante las Cortes, pero finalmente, el 22 de julio de 1918 se proclama el primer parque nacional en España, el de la Montaña de Covadonga, el lugar donde naturaleza e historia se unen.
Hoy cerca de 2 millones de personas acuden al año a este entorno protegido de 67.455 ha, entre Asturias, León y Cantabria. A los cien años del parque se han sumado los cien de la Coronación de la Virgen de Covadonga y los 1.300 del origen del Reino de Asturias. Y qué mejor manera que honrar la memoria de Pelayo (y Pedro Pidal) que explorar este entorno salvaje en una ruta que atraviese sus tres macizos calcáreos, entre picos de más de 2.500 metros, bosques sombríos, veredas de pastores, idílicos lagos y prados alpinos, para terminar en el lugar donde empezó todo: Covadonga.
Sobre el mapa trazaremos nuestro itinerario tomando como referencia la Ruta de la Reconquista (GR-202), que siguieron las tropas musulmanas hasta su derrota final bajo el monte Auseva. Pero la moldearemos a nuestro gusto con la ayuda de Fernando Ruiz, guía de montaña que organiza desde hace más de 30 años expediciones de toda índole por el parque. Nos recibe en Avín (Cangas de Onís) en su 'Casa de la Montaña', un coqueto albergue donde planeamos nuestra travesía en tres etapas.
Importante: ir siempre bien equipado con botas, agua, ropa de abrigo e impermeable (por si las moscas), mapa y brújula para domar la agresiva orografía y el clima cambiante, consultar la meteorología, y…¡disfrutar! que para eso hemos venido.
La única forma de descubrir Picos es fundirse con su entorno y con esa idea partimos rumbo a Sotres, en el concejo de Cabrales. En la Tiendina de Raquel, preguntamos por los famosos quesos de Gamonéu o de Cabrales, entre un amplio surtido de artículos y productos típicos de la zona. Nos encontramos en el pueblo a mayor altitud (1.050 metros) de Asturias, situado a las puertas de macizo oriental y a media hora por la retorcida y empinada carretera (CA-1) desde Las Arenas.
"Solo llegan los intrépidos aquí", nos alienta Raquel justo antes de que volvamos a la carretera, que no tarda en convertirse en una rugosa pista repleta de vacas casinas y cabras hacia el collado de Pandébano. Cruzamos por las cabañas invernales de Sotres, solo habitadas por ovejas y pastores como Baltasar, que vigila a las suyas desde la choza de piedra con el mastín durmiendo a sus pies. Un corderito nos viene a saludar. Qué idílico todo.
Pandébano es un altiplano donde pastan caballos y los montañeros inician sus incursiones al Naranjo de Bulnes, o Pico Urriellu, una gigantesca mole de 550 metros de pared calcárea elevada sobre el macizo central. Con el Peña Maín a nuestra derecha y espléndidas vistas del Urriellu a la izquierda, descendemos por el sendero para pasar junto a las cabañas de La Jelguera, atravesar una arboleda y seguir el curso del riachuelo hasta Bulnes, una aldea acurrucada entre escarpadas laderas y surcada por el río Tejo.
Bulnes es el único pueblo de Asturias al que no llega la carretera. A esta aldea de 30 personas solo se accede caminando o en funicular (22 € ida y vuelta) desde Puente Poncebos. Perdemos la noción del tiempo curioseando por sus calles empedradas y charlando con sus lugareños.
Begoña y Hortensio Mier (hija y padre), nos hablan de la elaboración del queso de Cabrales y de la gran problemática con los ataques de los lobos al ganado en la comarca. Begoña nos lee, en relación, un poema de protesta escrito por Marcelino Mier:
"Qué pena que en las manadas
ya no se escuchen cencerros
ni el cánticu de pastores
ni el ladridu de sus perros.
Solo se escucha en la noche
de los lobos el aullar
protegido por el parque
y el gobierno regional"
No podíamos irnos de Bulnes sin pasar por 'Casa Guillermina', donde nos reciben amablemente José Manuel, hijo de la ilustre propietaria y Beatriz, que lleva algunos años trabajando en el restaurante. Guillermina presume de tener tantos años como el parque nacional (100), que atestigua la placa conmemorativa otorgada por el propio parque. Nos cuenta la historia de Picos y del restaurante, que primero fue una casa con cuadra y que siempre recibió muchas visitas de montañeros y turistas. ¿Un plato estrella? La fabada o los clásicos huevos fritos, con patatas y chorizo. Todo casero, nunca falla.
"Ahora que tengo ciento y pico años vuelvo a empezar por uno". Bromea Guillermina, rebosante de vitalidad mientras se escucha tonada (canto asturiano) en la tele de fondo. Parece que lo hayan puesto a propósito. Continuamos nuestro trekking pasando por delante de la estación del funicular para continuar descendiendo en zigzag junto al río Tejo hasta llegar a la carretera de Poncebos.
Aquí nos rendiremos ante el impresionante desfiladero del río Cares, que avanza impetuoso entre cumbres de más de dos mil metros. Tomamos la icónica senda dos horas hasta llegar a la Canal de Trea, bien señalizada con su cartel verde a la derecha.
Lo que era un apacible paseo animado por excursionistas y unas vistas de infarto de la "garganta divina", se convierte en una subida de 1.200 metros de desnivel por el monte de La Taberna. Entre bosques de robles, cuevas y espolones rocosos llegamos por la pedregosa senda de tres kilómetros hasta el Collado de las Cruces. No hace falta ser escalador para hacer este trayecto pero sí tener buena forma física y ganas de marcha.
Vega de Ario nos espera con su privilegiada panorámica de los picos más altos del macizo central, de cumbres afiladas, besadas por la nieve y comandadas por el Torre de Cerredo (2.648 m), el techo de la Cordillera Cantábrica. El refugio Pedro Pidal, a 1.631 metros de altitud, regentado por Ignacio es un estupendo lugar para pernoctar (15 €), donde nunca falta el ambiente montañero ni las anécdotas sobre la canal de Trea. La nuestra tampoco.
Nos encontramos en el macizo occidental, solo nos queda encomendarnos a la Santina y seguir rumbo a Covadonga. Después de Vega de Ario, la senda recorre una rocosa altiplanicie, con nieve hasta bien entrada la primavera y escurridizos rebaños de rebecos. Desde el Collado del Jito nos preguntamos si desde aquí observaremos algún oso pardo. Difícil, ya que apenas queda una veintena.
En la majada de las Bobias haremos un picnic improvisado para reponer fuerzas y refrescarnos en la fuente cuya agua brota de las rocas que salpican la tranquila pradera. Por fin contemplamos la estampa más idílica del parque, y hay unas cuantas: los lagos de Covadonga. Este conjunto lacustre de origen glaciar atrae en verano a miles de turistas al día deseosos de conocer las famosas lagunas de Enol y Ercina. Esta última nos recibe envuelta por los campos de la Tiese y separada de su hermano mayor por la loma de la Picota, desde donde se aprecian las cumbres de desnuda caliza reflejadas en sus aguas. El acceso por carretera desde Covadonga está cada vez más restringido, así que conviene consultar el plan de acceso o bien hacer como nosotros y llegar caminando, que esto es vida.
Desde el centro de visitantes enfilamos hacia la vega de Comeya, una llanura pantanosa comunicada por el túnel de El Escaleru y tomamos la zigzagueante carretera que conduce hasta Covadonga. El camino de Molledo nos libera del aburrido asfalto y nos descubre la majestuosa basílica, aupada en el medio del valle envuelto por un interminable bosque de robles y hayas bajo los montes de la Matona, Auseva o la Cruz de Priena. Por la cuesta de San Ginés arribamos directamente al santuario donde la espiritualidad se apodera de todo el que llega entre un verdor exuberante.
En la ladera del Auseva, la virgen de la Santina recibe a los fieles (y a cualquier viajero) en su altar escondido en la cueva desde donde mana una cascada. En frente, la Basílica domina el valle, construida en 1901 en estilo neorrománico y piedra caliza rosada en el lugar donde el rey Pelayo empezaría a forjar su leyenda, y donde nosotros terminaremos la nuestra.
Una agradable terraza precede a un bar frecuentado por locales y un comedor rústico donde Manuel, el propietario, recibe con simpatía a los turistas y montañeros. Cocina tradicional contundente donde empiezan a asomar toques innovadores con buenos resultados. Precio: 20 €.
Un emblemático monasterio del siglo VIII alberga este elegante y sobrio hotel que abrió sus puertas como parador en 1998. Desayuno surtido con materia prima comarcal, catas de quesos asturianos, (muchas) bodas, salón íntimo con chimenea y amplias habitaciones con vistas al río Sella en un edificio histórico. Precio: entre 100 y 200 €.
Una casa de aldea situada en Llenín (Cangas de Onís), sobre una colina con vistas de todo el macizo occidental. Jaime y Marichu dirigen este hotelito rural de seis habitaciones donde es imposible no sentirse como en casa. Muebles antiguos, fotos familiares de comienzos del siglo XX, un salón acogedor y habitaciones que nos recuerdan a la casona ideal asturiana con la que siempre soñamos. Precio: desde 60 €.
Es un albergue animado en Avín, con 12 habitaciones de estilo alpino. Fernando Ruiz, con su naturalidad, cercanía y vasto conocimiento de la montaña es "el guía" para cualquier ruta por Picos de Europa. Precio: desde 20 €.