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Cerezos en flor, dehesas infinitas, torres y cigüeñas que se erigen sobre lustrosos huertos. Hay en el dédalo de valles que conforman la comarca de las Villuercas una intención de romper con la planicie llana y despejada, con los mares interminables de cereales que alfombran otros rincones de Extremadura. Aquí, en esta región del sureste de Cáceres, el paisaje es fresco y ondulante: viejas serranías que dan paso a espesuras boscosas y, entre sus pliegues, una telaraña de ríos y arroyos que se convierte en el hogar de miles de aves migratorias que regresan ahora tras los rigores del invierno. Encinas, castaños, alcornoques, codornices que atraviesan el cielo, algún jabalí despistado que cruza de pronto la calzada.
Así es este territorio de naturaleza valiosa, en el que el hombre también ha dejado un bello patrimonio, por ejemplo, en sus pueblos de arquitectura típica que destacan por sus trabajos artesanos. O en el arte que se expresa en iglesias y fortalezas desperdigadas por los caminos, así como en las huellas de civilizaciones perdidas que exhiben las pinturas rupestres y los vestigios arqueológicos.
Nada, sin embargo, consigue eclipsar a la joya del lugar, que será por siempre el Real Monasterio de Guadalupe: el imponente complejo amurallado en el que descansa la Virgen morena. Un santuario engrandecido con el paso de los siglos, que acabaría convirtiéndose en icono del descubrimiento al calor de los conquistadores extremeños. Incrustado en un monte que corona el pueblo del mismo nombre, es a la vez convento, iglesia y castillo. Pero sobre todo es lugar de peregrinaje para admirar a una Virgen con fama de milagrera que es objeto de una devoción extrema. Una Virgen que es patrona de Extremadura y reina de la Hispanidad.
Declarado Patrimonio de la Humanidad, poco ha cambiado el monasterio de raíz mudéjar (aunque con elementos góticos, renacentistas y barrocos), desde que Alfonso XI encargara su construcción en 1330 en un paraje de encinas y robles. Fue aquí donde, según la leyenda, la Virgen se apareció frente al humilde pastor Gil Cordero, que había hallado muerta a una de sus vacas. Con su presencia logró que el animal cobrara vida al tiempo que le anunció que, bajo tierra, yacía su propia talla labrada en madera de cedro. Así es como nace la tradición de sus milagros que, años después, el monarca confirmaría al atribuir a Guadalupe su victoria sobre las tropas moriscas en la batalla de El Salado. El monasterio fue entonces ampliado y la devoción se extendió allende los mares, erigiendo a la Virgen morena en la más venerada del Nuevo Mundo. El mismo Cristóbal Colón dio su nombre a una isla del Caribe.
La historia de España y América ha desfilado por los patios de este monasterio que posee uno de los más completos archivos del país. En la fuente del convento fueron bautizados los dos indios que trajo consigo el almirante para convertirlos en traductores. También los Reyes Católicos le agradecieron a la Virgen la significativa toma de Granada. Y hasta el propio Miguel de Cervantes le ofreció los grilletes y cadenas de su cautiverio en Argel, en un acto de pleitesía que plasmó en una de sus novelas: "Virgen de Guadalupe, libertad de los cautivos, lima de sus hierros y alivio de sus prisiones", dejó escrito en Los trabajos de Persiles y Segismunda.
Hoy, mucho tiempo después, su imagen atrae a ríos de peregrinos que llegan a pie, bien por cumplir una promesa, bien por practicar senderismo en un entorno agradable para culminar, ya de paso, en uno de los monumentos más hermosos del país. Quienes se aventuren a conocerlo por dentro han de saber que existen tours de dos horas de duración, comentados por expertos. Es, tal vez, la mejor forma de descubrir sus rincones: el camarín presidido por la Virgen, la sacristía, los claustros gótico y mudéjar y varios museos que revelarán nuevos detalles sobre este conjunto monacal.
Pero una vez aquí, nadie debería perderse el lujo de tomar unas tapas en la adyacente Puebla de Guadalupe, con uno de los cascos históricos mejor conservados. Cierto es que el monumento, cuya visión desde la plaza de Santa María resulta majestuosa, es su indiscutible reclamo y del que se nutre también en interminables tiendas de souvenirs con todo el merchandising imaginable. Pero ni esta apacible población de callejuelas porticadas, plazuelas recoletas y casas adornadas con balcones floridos, ni su bello parador de merecida fama gastronómica, desmerecen una visita tranquila.
Después, todo será lanzarse a explorar el corazón de las Villuercas. Vuelven entonces los ríos, las aves y los cerezos. Y la primera construcción que aparece es la ermita mudéjar del Humilladero y, poco más arriba, el Pozo de la Nieve, construido por los monjes para abastecer de hielo al monasterio. La panorámica desde este punto muestra las bondades de unas montañas tapizadas de castaños y rebollares que en primavera desprenden sus aromas. Unas sierras que están coronadas por el pico que da nombre a la comarca y que se eleva a 1.600 metros.
En este entorno feraz, conviene desviarse hasta Alía, la localidad más al este, no solo para descubrir la pequeña iglesia de Santa Catalina (un tesoro gótico-mudéjar del siglo XV), sino también para maravillarse con su laboriosa artesanía de bordados y enea que pervive desde tiempo inmemorial. También acercarse a Cañamero, pueblo famoso por su miel y por sus vinos de pitarra. Aquí se pueden visitar las pinturas rupestres cobijadas en las sierras de cuarcita. O practicar actividades náuticas en el embalse de Cancho del Fresno, cuya presa remansa las aguas del río Ruecas. O recorrer el Sendero de Isabel la Católica, donde al paso encontraremos a El Abuelo, un castaño varias veces centenario, desgajado por el peso de sus ramas.
En estas tierras trazadas de piedra y agua, la naturaleza es el aliciente, con los cambios de paisaje de sus valles y quebrados y, si hay suerte, con las bandadas de aves migratorias (grullas, torcaces, estorninos…) asediadas por el buitre negro, el águila real o el halcón peregrino. El aire es puro y los pulmones se llenan de paz tal vez porque la vida discurre silenciosa en los pueblos que duermen en la orilla del camino. Como Logrosán, donde las minas de fosfato propiciaron una prosperidad que se aprecia en sus casas solariegas; Berzocana, rica en restos de asentamientos como tumbas medievales, necrópolis romanas o castros celtas; Cabañas del Castillo, con una fortaleza de origen musulmán; o Navezuelas, el segundo pueblo más alto de Extremadura, una localidad serrana por excelencia con el marco de densas forestas por las que serpentean los ríos Almonte, Viejas y Santa Lucía. La imagen de la Extremadura más verde.