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Las leves curvas de la carretera que llevan desde el pueblo de Isaba al mirador de Larra-Belagua nos dan una amable bienvenida. Frente a nosotros, el Lakora crece hacia Francia y la niebla que oculta su cima hace que se nos antoje interminable. Aquí abajo un cálido sol de primavera hace que la paleta de verdes crezca imponente, casi hasta el infinito, como es habitual en esta zona del Pirineo navarro.
El monte cuenta historias a medida que ascendemos hacia el ‘Refugio de Belagua’. Nos habla de los pastores que durante siglos han llevado su ganado monte arriba para regresar meses después; cuenta los lazos creados entre los habitantes del valle y los que viven al otro lado de la frontera, que en el fondo no es tal. Nos relata la historia de las alpargateras que otrora cruzaban a pie el monte para llegar a Mauleón en octubre y trabajar durante el invierno. Las golondrinas, las llamaban, porque como ellas, siempre volvían en primavera. Hoy solo nos cruzamos con excursionistas.
“La nieve aquí puede caer hasta en junio”, dicen los que conocen bien el valle, y es justo así, completamente cubierto de nieve, como encontramos el refugio. Construido en la década de 1970 por impulso del Club Deportivo Navarra, ha representado una parada de referencia para el montañero vasco y navarro que necesitaba hacer noche o, simplemente, descansar un rato. Su peculiar arquitectura, idónea para la zona en la que se encuentra, y las impresionantes vistas que ofrece su terraza lo convierten en un alto obligatorio cuando se visita el valle de Roncal.
Apenas un kilómetro más abajo, desde el mirador de Larra-Belagua, una panorámica que nos costará olvidar nos hace sentirnos pequeños: de un vistazo tenemos frente a nosotros gran parte del valle de Belagua, la Reserva Integral de Aztaparreta, los montes pirenaicos y parte de la Reserva Natural de Larra.
Un buitre nos observa desde lo alto del barranco de Arrakogoiti y sigue nuestros pasos, discreto, silencioso, hasta que entramos en un hayedo. La postal cambia por completo y la niebla se retira para dejar paso a una luz, casi fantástica, que se cuela entre los troncos sin fin de las hayas y nos imbuye de nuevo en otra época: no nos cuesta imaginar a un contrabandista escondiendo un atadillo entre dos árboles caídos.
El silencio que nos rodea es interrumpido solamente por el trino de los pájaros que habitan el bosque y por el sonido del agua, un susurro tranquilo, que lo inunda todo. El monte parece estar a punto de abrirse por las costuras y las finas cascadas brotan por doquier, salen de los peñascos, que nos rodean, y del interior de la tierra. Es sorteando árboles caídos, bordeando rocas cubiertas de musgo, de nuevo de verdes imposibles, y siguiendo la senda del río como descendemos hasta la cascada de Arrako.
Desde la cima del Bimbaleta, ya en el Pirineo francés, el agua baja por el barranco de Arrakogoiti; un agua que se puede oler en la cascada, en las hojas caídas del camino y en la madera húmeda, que hace más dulce el ambiente.
“En los días de viento norte, una densa niebla se echaba sobre estas tierras. Ha sido así toda la vida”, nos cuenta Julián. “Entonces, Juan salía y hacía sonar la dulzaina, para que todo aquel que se encontrara en el monte y necesitara de un refugio, supiera hacia dónde ir. Por ello, este lugar pasó a hacer referencia a Juan Pito”. Esto era allá por 1820.
Julián es Julián Gabás Martínez, quien regenta junto con su hermana, Ana María, el restaurante ‘Venta de Juan Pito’ y ambos constituyen la cuarta generación que dirige este establecimiento. “Más tarde, a finales del siglo XIX, los pastores franceses bajaban desde las bordas a comprar lo que necesitaban aquí. Después, ya con mis bisabuelos, existía el corral y las habitaciones arriba, y fue en el 64 cuando mis abuelos lo convirtieron en restaurante como tal”.
Desde entonces, esta familia no ha dejado de dar de comer a leñadores, montañeros y esquiadores de uno y otro lado de la frontera, y los comensales esperan su turno para pasar a su austero comedor que se llena a diario.
Consciente de que sabe cómo hacer bien las cosas, Julián cuenta: “Antaño, cuando los pastores tenían que pasar meses en el monte, comían y aprovechaban lo que tenían más cerca, que era el pan, el ajo, la manteca… y esto es lo que nosotros seguimos haciendo: migas”.
Y así, bajo la premisa de la sencillez y la humildad, fueron introduciendo otros platos “de montaña”, de esta montaña: las chuletas de cordero a la brasa, las alubias rojas con piparras o la carne de ternera de Navarra. “Pero las migas, siempre, las más sencillas. No queremos añadirle más cosas para no perder la esencia, las migas son lo que son: pan con jamón, ajo, cebolla, tocino, manteca, sal y agua. Simplemente migas”.
Nuestra cita gastronómica termina con otro manjar sin artificios, un queso curado de Roncal con membrillo y nueces, y con el último trago de tinto. Hora de seguir la jornada.
En esta tierra de extremos, de colores intensos, contrastes y paisajes caprichosos, la carretera nos invita a hacer una última parada en un lugar con un curioso nombre: Mata de haya.
Adentrarnos en este lugar nos sumerge de nuevo en el universo de los cuentos y es uno de los lugares más instagrameables de esta ruta. A lo largo de sus cinco kilómetros proximadamente, recorremos un camino flanqueado por hayas, mantos de hojas que cubren los senderos y un bosque de helechos que lo convierte en un rincón idílico.
Tras este último regalo a los sentidos, volvemos al coche con el cansancio gustoso de un día aprovechado. Abandonamos el valle de Roncal cuando el sol empieza a enfilar el hueco entre dos cimas y nos llevamos en la memoria un olor a queso curado y a helecho mojado.