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Anchos campos plenos de cereal que amarillean con los primeros calores. Colinas onduladas que aguardan a la primavera para tapizarse de amapolas. Y en medio de esta tierra austera y desarbolada, un puñado de ríos (el Pisuerga y sus afluentes) que se abren camino entre la estepa castellana. El Cerrato palentino, a primera vista, puede resultar monótono, tal vez demasiado homogéneo. Nada más lejos.
Basta con conocerlo de cerca para hallar en su paisaje ciertos matices difíciles de imaginar. Especialmente si se recorre en bicicleta, puesto que su orografía llana, con tan solo suaves elevaciones y vaguadas poco pronunciadas, invita a un pedaleo sin mucho esfuerzo, apto incluso para los menos iniciados. Es quizá la manera más agradable de descubrir los desconocidos atributos que distinguen a esta comarca.
Situémosla primero. Estamos en el sur de Palencia, en un territorio dibujado por cerros (de ahí el nombre) que se extiende a lo largo de 1.700 km2 y que integra también una pequeña parte de Burgos y Valladolid. Un rincón ancestral que reivindica su personalidad propia en una provincia a la que casi siempre se asocia con la montaña o con la ruta del románico. ¿Qué es lo que encontramos en el Cerrato? Para empezar, un jugoso patrimonio de castillos, iglesias y monasterios. Un pasado medieval materializado en murallas, puentes y fortalezas. Una historia cuya huella se siente a cada paso con protagonistas como los Reyes Católicos, Juana la Loca, Carlos V o José Bonaparte.
Eso en cuanto a sus pueblos, que atesoran un bonito catálogo monumental y que aún exhiben una arquitectura típica moldeada con piedra, barro y madera. Pero también en los campos, a lo largo del trayecto sobre dos ruedas, saldrán al paso los elementos específicos que definen la identidad de la comarca: paisajes surrealistas tallados en yeso, casas-cueva, chozos de pastor y bodegas excavadas en las lomas que conforman auténticos barrios. Más allá de la historia y la cultura de estas tierras, que son un ejemplo palpable de la España que se vacía, a la pregunta del principio tan solo hoy los mayores responden con un dicho popular: "Mujer, miel y gato, a ser posible del Cerrato".
Comenzamos la ruta al abrigo de una franja húmeda que contrasta con los páramos ocres. Nos referimos al Canal de Castilla, aquel sueño de la Ilustración que alumbró, en el siglo XVIII, una obra maestra de la ingeniería hidráulica. Esta suerte de río artificial –que también baña a las provincias vecinas– propicia masas de vegetación a su paso por el Cerrato: en sus riberas crecen olmos, álamos, chopos y zarzamoras.
Pasear en bicicleta por su orilla hasta llegar a la esclusa 38 puede ser un buen punto de partida. Pero antes nos detendremos en Dueñas, el pueblo por el que discurre, asentado junto a los montes Torozos y declarado por su belleza Conjunto Histórico Artístico. Aquí encontraremos joyas como la Casa de Napoleón, que fue el cuartel general de José Bonaparte durante la invasión francesa, y el monasterio cisterciense de San Isidro, más conocido como La Trapa, donde al caer la tarde los cantos gregorianos dan lugar a un viaje en el tiempo. También el Palacio de los Buendía, en el que Fernando de Aragón concertó su casamiento con Isabel de Castilla y en el que ambos vieron nacer a su hija primogénita.
De Dueñas, donde el río Carrión vuelca su caudal en el Pisuerga, pedaleamos hasta Baños del Cerrato, que es otra parada imprescindible. Muchos no saben que en esta diminuta aldea se yergue la iglesia más antigua de España: se llama San Juan de Baños y es una basílica visigótica que fue erigida por el rey Recesvinto en el año 661. Hasta el propio Carlos V se detuvo a admirarla en su último viaje hacia el monasterio de Yuste.
Pedalear por el Cerrato es acostumbrar los ojos a páramos desolados, pacas de paja, horizontes de espigas. Tan solo una especie de iglús rompe la uniformidad. Son los chozos de pastor, levantados para cobijar a los rebaños con piedras grandes, sueltas y apiladas. Una muestra de la arquitectura cerrateña que resiste los embates del tiempo.
Para apreciarlos en su inmensidad, mimetizados con el paisaje, existe un lugar especial: el pueblo de Vertavillo, elevado sobre un valle. Aquí, en la puerta de la muralla, junto a una columna de piedra que sirve para indicar que esta villa gozó de autoridad jurídica (los llamados rollos de justicia), se vierte una bella panorámica a estos campos en cuya soledad reside su mayor encanto.
Pero ningún elemento define mejor la comarca que los barrios de bodegas excavadas, aquellos que eran para Ortega y Gasset "como pueblos de terrícolas, de hombres que viven como hormigas". Ideados para elaborar y guardar el vino de consumo propio, hoy son punto de encuentro y tertulia para familiares y amigos. Y aunque muchas localidades comparten esta singular construcción, tal vez sea Baltanás la que mejor la representa.
Aquí nos lleva nuestra siguiente parada, a la que llegamos ejercitando las piernas. Baltanás es la capital del Cerrato y la que posee uno de los barrios más antiguos y complejos de bodegas, horadadas en uno de sus cerros. Nada menos que 374 unidades provistas de esbeltas chimeneas que conforman una suerte de Capadocia. Hay quien dice que en ellas se inspiró Gaudí para diseñar La Pedrera.
De Baltanás, donde se puede visitar el Museo del Cerrato para acabar de comprender las idiosincrasia de esta tierra, avanzamos hasta Hornillos para descubrir otro típico rasgo del paisaje: las minas de yeso abandonadas, que además de evidenciar la importancia que tuvo la minería (en su momento se llegaron a extraer hasta 150 toneladas diarias), son un espectáculo en sí mismas. Estas profundas galerías llamadas los Ojos del Cerrato se yerguen junto a las fotogénicas ruinas del Castillo de los Enríquez.
En Hornillos, orgulloso de ganar en 2011 el reconocido concurso de Mi pueblo es el mejor, otro episodio histórico dejó impresa su huella en 1475. Por aquí pasó el cortejo fúnebre que acompañaba a Juana la Loca con el cadáver de Felipe el Hermoso en su camino a Tordesillas.
Cogemos fuerzas para el trayecto final, que nos llevará a pasar por Torquemada para admirar la belleza del monumental puente de veinticinco ojos que salva la brecha del Pisuerga. Aquí de nuevo Juana la Loca dejó para siempre su recuerdo: fue donde dio a luz a su hija Catalina de Austria, que estaba llamada a convertirse en la reina de Portugal. Por eso fue llamada la Torquemadina.
Sorteando valles ondulados llegamos a Palenzuela, declarada también Conjunto Histórico Artístico. Pasear por esta localidad, cercana a la confluencia de los ríos Arlanza y Arlanzón, es hacer un viaje por el medievo a través de su fortaleza, lo que queda de sus murallas y sus casas solariegas. Como colofón hay que aparcar la bicicleta y disponerse a disfrutar de las ruinas de la Iglesia de Santa Eulalia, con su imponente esqueleto gótico sobrevolado por los pájaros.