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La Ruta de los Volcanes y las Flores no solamente tiene un poético nombre, sino que nos lleva a conocer la riqueza del suelo y la flora del Parque Natural Cabo de Gata-Níjar al mismo tiempo que nos regala un sobrecogedor paseo hasta playas y calas de aguas cristalinas. Estos evocadores paisajes poseen una gran fuerza expresiva que, al paso, nos cuentan su historia geológica.
Dos son, en realidad, los itinerarios que se pueden seguir para explorar la gran variedad de rocas, estructuras y formas erosionadas por la fuerza del mar y del viento. Y ambos parten de un mismo lugar: la Villa de Níjar. Comencemos, pues, tomando la primera de ellas y que los dioses Vulcano, Flora y Neptuno nos muestren lo que hicieron con este rincón del viejo mar.
Partiendo desde esta agradable localidad que, recientemente, ha entrado a formar parte de la lista de Los Pueblos más Bonitos de España, nos dirigimos hasta el Hoyazo de Níjar, al que los lugareños conocen como La Granatilla, por los granates que allí, en el suelo, se encuentran. Ahora extinto y tomado por la vegetación de la zona, antaño fue un volcán submarino que estuvo activo hace unos diez millones de años y que, al apagarse, se formó en su perímetro un arrecife de coral que aún se conserva. La quietud del lugar y su sumiso aspecto hacen que cueste creer que, tanto tiempo atrás, La Granatilla fuera un prodigio activo de cuya chimenea, ahora petrificada, emergieran cantidades de lava incandescente y oscuras cenizas, capaces de dar nuevas formas al entorno natural. Así que, por si acaso, mejor que hablemos flojito, no queremos hacerle despertar.
Aquellos antiguos magmas derramados se dejaron arrastrar hasta toparse con las aguas mediterráneas que acabaron por enfriarlos y convertirlos en rocas volcánicas de diversas formas y texturas. La próxima parada es un buen ejemplo de ello y, para muchos, una de las estampas más queridas de quienes frecuentan estos lares.
Nos dirigimos al pueblecito de San José, pequeño, de casitas encaladas, como es habitual en la zona, y de larga tradición pesquera y turística. Pero, de momento, hemos venido buscando volcanes, por lo que, más adelante, podremos visitarlo con un poco más de tranquilidad y disfrutar de sus encantos. Para llegar a la playa de los Genoveses, hay que hacerlo desde allí, siguiendo las indicaciones y tomando la ruta asfaltada dirección Mónsul-Genoveses.
Al llegar al Campillo de Los Genoveses, una pista de tierra, que comienza junto a un antiguo molino situado a la izquierda del carril, es el preámbulo de un sobrecogedor recorrido. No se sabe de nadie que se haya adentrado en este lugar del mundo y haya salido emocionalmente indemne, pues el entorno te acorrala inesperadamente con ese aspecto marciano, agreste y, al mismo tiempo, delicado. Da igual las veces que hayas estado allí, siempre ocurre. La playa de los Genoveses es, posiblemente, la más conocida de todas las que hay en el Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar. Debe su nombre al desembarco de una flota genovesa, allá por el año 1147. Y el color de su arena a su naturaleza volcánica.
Si hay una silueta inconfundible ésa es la del Morrón de Los Genoveses, testigo de todo lo que allí acontece desde tiempos inmemoriales y cuyo tono oscuro se debe a la andesita, una roca volcánica muy común en esta zona. En el promontorio, al que se puede acceder bastante fácilmente, destacan unas paredes blancas: son formaciones de bentonita, mezcladas con cenizas y tobas proyectadas por algún volcán submarino.
Desde ahí, hasta la Torre de la Vela Blanca, continúa una concatenación de calas y playas de esas de nombre curioso; como cala de los Amarillos, cala Chica, cala Grande, el Barronal, cala del Barranco, el Lance del Perro, cala de la Media Luna, cala Carbón o la famosa y cinematográfica playa de Mónsul. A cada cual más encantadora, más apetecible, más volcánica, más marciana. Pero, sin duda, es la del cánido nombre la que muestra una geología más curiosa, pues, en plena arena cuenta con unas sorprendentes estructuras columnares de basalto.
La playa de Mónsul, con su frágil duna rampante, es un excelente ejemplo del vulcanismo del parque natural. Las rocas que la rodean son enormes lenguas de lava que fueron avanzando hasta el mar. Una vez allí, este y el viento se convirtieron en maestros escultores y la tallaron con ímpetu. En la orilla, un gran peñón de roca volcánica que se asoma al Mediterráneo es el gran emblema de esta playa: La Peineta, con su forma de ola gigante que parece querer volver de nuevo a los fondos marinos, formada por incandescentes sedimentos. Su sombra cobija, en los días más fieros de sol y calor, a los bañistas y es garante de una agradable siesta.
Tras la cala de la Media Luna, en el cerro de la Vela Blanca, y donde se encuentra la antigua torre homónima, acaba este tramo de la ruta. Desde allí, se puede apreciar cómo el paisaje volcánico no solo llega hasta el mar, sino que, en ocasiones, emerge de él, como ocurre con el llamado arrecife del Dedo. Tanto este, como el de las Sirenas, se formaron hace millones de años debido a una chimenea volcánica sumergida.
La siguiente ruta persiguiendo volcanes también parte desde La Granatilla, pero, en esta ocasión, nuestro recorrido nos llevará hasta la minera localidad de Rodalquilar, pasando antes por Los Escullos y la Isleta del Moro. El primer alto en el camino es en la Caldera de la Majada Redonda, la formación de tipo volcánico más representativa que podemos encontrar en el Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar. Tras dejar el coche en el cercano pueblo de Presillas Bajas, se puede acceder hasta allí, siguiendo una ruta senderista bastante sencilla y, durante todo el trayecto podremos distinguir rocas procedentes de las entrañas de la tierra. Algunas talladas por el viento con formas alveolares y otras de bentonita blanca, como las que se observan en el Morrón de Genoveses y en otros puntos de la costa. En el centro de la caldera, emerge un promontorio de lava solidificada desde el que se puede contemplar, perfectamente, la estructura circular de la misma.
El trayecto en coche continúa y Los Escullos espera. Conocida por sus arenas blancas, sus aguas turquesas y por tener la duna fósil más grande de todo el parque natural, por supuesto, no hace falta decir cuál es su origen o que, a pesar de su pétreo aspecto, se trata de un elemento fundamental del paisaje y que hay que protegerla, por ejemplo, no subiéndose en ella. Otra seña de identidad es su inconfundible fortaleza: el Castillo de San Felipe, que fue construido para defenderse de las incursiones piratas que sufrió, durante mucho tiempo, la zona.
Al fondo, una parda y enorme silueta montañosa sobresale por encima de todas las demás. Se trata de los domos de Los Frailes –El Fraile y El Fraile Chico–, un antiguo volcán emergido, compuesto por dos formaciones que se construyeron durante dos episodios de gran actividad volcánica submarina en la zona. El primero sucedió entre los quince y los nueve millones de años, y el segundo, entre los ocho y los siete millones de años.
La Isleta del Moro es siempre un buen lugar en el que recalar. Su agradable ambiente y su esencia de pueblecito pesquero tradicional le hace a uno conectar con algo primigenio que lleva en su interior. Tanto la localidad en sí como la cala del Peñón Blanco, su playa más conocida, son dos puntos destacados para la observación de las formaciones volcánicas del parque natural, ya que permiten contemplar desde un lugar privilegiado Los Escullos y los domos.
Pero no hay mejor punto para tener una panorámica de la orografía que nos rodea que el Mirador de la Isleta del Moro, situado en la parte alta del pueblo. Desde allí, el mar inmenso, brillante y turquesa comparte escena con pequeños barquitos de pesca, la playa de Los Escullos, su famosa duna, los Dos Frailes y la isleta que da nombre a esta localidad.
Saliendo de la Isleta del Moro y dirigiéndonos hacia nuestro último destino, es necesario hacer una pausa en el Mirador de la Amatista, pues nos hará toparnos con una de las vistas más perseguidas por los que se acercan por estos lares. Además de ser una fantástica oportunidad para contemplar el litoral volcánico desde las alturas.
Esta segunda ruta sobre volcanes finaliza en el minero pueblo de Rodalquilar. Pequeño y de casas, cómo no, cúbicas y encaladas; es escenario principal de interesantes historias del pasado. Como la de aquella fascinante mujer llamada Carmen de Burgos, que creció entre sus calles y acabó rompiendo todos los esquemas de la época y convirtiéndose en la primera mujer periodista de España. O las de aquellas viejas minas de oro, de las que solo quedan los esqueletos de sus instalaciones y las antiguas casas de los empleados de las minas. A pesar de que un cartel avisa de lo peligroso de esta acción, subir a las abandonadas instalaciones mineras es una excelente manera de contemplar, una vez más, el excelso paisaje que nos rodea. Rodalquilar se encuentra en un valle de origen volcánico. De hecho, se trata de un antiguo cráter cuya única salida es el mar, por la playa de El Playazo.
Tal es su importancia aquí, que esta Ruta de los Volcanes y las Flores termina en la Casa de los Volcanes, un centro geoturístico donde nos explican el valor geológico de Cabo de Gata y que se encuentra a los pies de las explotaciones mineras. También allí se encuentra el Jardín Botánico El Albardinal, que debe su nombre a una planta frecuente en la zona: el albardín, similar al esparto; y donde descubriremos que Almería es una tierra muy floreada, pues en este pequeño vergel rodalquilareño, se encuentra representada y conservada toda la diversidad de vegetación y flora.
A priori, podría parecer que en el suelo semidesértico del parque natural, con ese aspecto hostil y con poca vida, no hay espacio para que la flora sea protagonista y hasta capaz de sorprender, pero, lo cierto, es que lo que podría antojarse un secarral es, en realidad, todo un hábitat de alta biodiversidad y con numerosos endemismos que aportan singularidad y belleza a este paisaje: el azufaifo, la hiel de la tierra del Cabo, el azafrán del Cabo, el chumberillo de lobo, la clavellina del Cabo, el gordolobo del Cabo, la aulaga mora o el dragoncillo del Cabo.
El visitante que se adentre por esta tierra de volcanes, dependiendo de la estación, se puede topar con estampas que poco o nada concuerdan con el imaginario desértico que se tiene de este lugar. El suelo de la zona, máximo exponente de aquel "es de bien nacido ser agradecido", reverencia a las escasas lluvias que se dejaron caer por allí envolviendo sus ocres terrenos con insospechados mantos verdes y coloridas flores como las amapolas, que harán que cualquiera dude, por unos instantes, de si ha tomado la ruta correcta o se ha dirigido a las frondosas tierras del cantábrico. Pero, sin duda, si hay una flor a la que, sobre todo los almerienses, apreciamos de manera casi unánime, ésa es la pita. Es fácil reconocerla, pues sobresale larga y delgada, y puebla los terrenos cabogateros atrayendo la mirada de todos cuantos por allí pasan. Es imposible no hacerlo.
Agave, en griego, significa noble, admirable, y no cabe duda de que la pita florecida lo es. Aun así, la historia es triste. La inflorescencia de la pita es, en realidad, la despedida de su ciclo vital, el tributo ceremonioso y cromático que esta suculenta de suelos áridos ofrece a sus admiradores. La planta florece tan solo una vez, muriendo de agotamiento, tras absorber todas sus reservas y haber expulsado todas sus semillas. En ese momento, toda ella comenzará a secarse. Nacer, crecer, reproducirse, morir. Ya nos hablaron de ello.
"En realidad, no existe una única especie de pita en el Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, sino tres: Agave americana, Agave sisalana y Agave fourcroydes. Las dos últimas especies se trasplantaron durante los años 50 del siglo pasado ocupando grandes extensiones, para cultivarlas de cara al uso de sus fibras para cordelería. Pero pronto aparecieron las fibras sintéticas y su cultivo fue abandonado. Sin embargo, Agave americana, de mayor porte y tono grisáceo, lleva habitando muchos más años en estas tierras, pues ya se usaban durante el siglo XIX, o incluso antes, como elemento vegetal para marcar los linderos o decorar las entradas a las fincas", cuenta Manolo García Alcázar, almeriense, ingeniero agrónomo y "enamorado de las plantas en general", según sus propias palabras.
Y prosigue: "Independientemente de la especie, muchos almerienses se sienten fascinados con estas plantas, quizá por su buen aspecto a pesar de las condiciones, o por el espectáculo que supone su floración, con la aparición del llamado pitaco, esa estructura que crece doblando o, incluso, triplicando la altura de la planta y que culmina en un estallido floral, tras el cual la planta muere". Una solemne inflorescencia que tiene lugar en los meses de verano, por lo que la función de este cadáver exquisito ya ha comenzado.