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Ya han pasado los meses del crudo invierno y, si bien lo de “crudo”, en muchos, casos no deja de ser una figura retórica, no ocurre así en Molina de Aragón. En este rincón al este de la Alcarria es habitual que el mercurio se hunda más allá de los -10 o -15 ºC. Por eso, una vez superados los días más fríos del calendario, es un buen momento para viajar a esta ciudad de Guadalajara.
Sí, ciudad. Pese a estar habitada por menos de 4.000 habitantes, Molina de Aragón es una ciudad. La razón hay que buscarla en los episodios históricos que aquí han acontecido. De hecho, la historia, junto con el legado artístico y monumental que conlleva, son los motivos para acercarse a este núcleo con aroma medieval de conquistas y reconquistas, reyezuelos y señores, batallas y pactos.
Los arqueólogos han desentrañado las huellas más antiguas para llegar a la conclusión de que el Alto Tajo ya se habitó en tiempos celtíberos. Fueron ellos los que construyeron un pequeño castro en el punto más elevado del lugar. Y eso, precisamente, iba a ser el germen del futuro castillo de Molina de Aragón, el punto de encuentro para todos los visitantes.
La fortaleza que hoy conocemos empieza a tomar forma durante la ocupación musulmana. Aún se yergue en pie alguna torre de ese periodo. Pero, sobre todo, han llegado hasta nuestros días relatos, leyendas y nombres propios de la época. Uno de esos nombres es el del rey almorávide Abengalbón, que dominaba la ciudad; otro, el del mercenario Rodrigo Díaz de Vivar.
Buscando gloria y fortuna, El Cid pasó por aquí rumbo a la conquista de Valencia. Pero, para minimizar daños, dejó en Molina a su esposa, Doña Jimena, y a las dos hijas del matrimonio, confiando sus vidas a Abengalbón. El Cantar de mio Cid nos proporciona así los primeros nombres de mujer relacionados con la historia de la ciudad, al igual que ese poema, en castellano antiguo, deja constancia de la singular convivencia entre religiones del siglo XI.
Sin embargo, un rey tan creyente como Alfonso I el Batallador de Aragón, era menos tolerante y no dudó en conquistar tierras durante toda su vida. En el 1129, tras un largo asedio a Molina, ganó para la cristiandad su castillo y sus yacimientos de sal, producto clave en la economía del Medievo. Se podría pensar que a eso se debe el “de Aragón” en el actual topónimo de Molina. Pero no. Hay que avanzar más en la historia para descubrir el por qué.
Tras la reconquista cristiana del Batallador, su heredero y hermano, Ramiro II, no tardó en ceder aquel lejano lugar a los castellanos. Y éstos, viendo su valor fronterizo, encargaron a don Manrique de Lara su repoblación, convirtiéndose así en el primer Señor de Molina, casi independiente del rey de Castilla. Tan autónomo que dotó de fueros a la población, fijando así obligaciones y tributos, pero también derechos como la potestad de elegir a su señor.
No lo debió hacer mal la dinastía de los Lara, ya que durante generaciones se mantuvieron como Señores de Molina, hasta alcanzar una fase de esplendor en el siglo XIII, precisamente con el gobierno de una mujer: Doña Blanca, la quinta Señora de Molina. Ella concluyó, por fin, las obras del castillo, una fortaleza románica portentosa, más grande incluso que la actual. Y eso que el castillo que hoy se visita tiene una superficie de unos 25.000 metros cuadrados.
Durante todo ese periodo histórico el lugar se llamó Molina de los Caballeros, obviando a unas cuantas damas, figuras claves en su desarrollo. No solo Doña Blanca, sino también su hermanastra, María de Molina, en cuya persona se concentró la Corona de Castilla y el Señorío de Molina. Sin embargo, eso no es lo más curioso del topónimo. Hay una pregunta que nos hacemos todos los visitantes. Si estamos en Guadalajara, ¿por qué Molina de Aragón?
La explicación se halla visitando el castillo, frente a la Puerta de la Traición. Las guías de la Oficina de Turismo relatan como un molinés dejó entrar por ahí a 500 soldados aragoneses en el año 1369. Una traición en toda regla a Enrique II, rey de Castilla. Aunque quizás no fue un acto tan desleal, ya que el monarca había entregado el Señorío de Molina a un caballero francés amigo suyo, sin contar con los fueros ni con el derecho de la población a elegir señor.
Así que los vecinos optaron por entregarse al rey de Aragón, Pedro el Ceremonioso. Fue entonces cuando apareció el actual nombre de la localidad. Nunca se ha cambiado, y eso que fue una situación efímera. En 1375, Molina de Aragón retornaba al influjo castellano como parte de la dote de la princesa Leonor de Aragón, prometida en matrimonio al futuro rey de Castilla desde la tierna edad de cuatro años.
¡Un lío de intrigas, nombres, traiciones y casorios! De manera que tuvo que ser una última dama la que acabara con estos cambalaches. Ni más ni menos que Isabel la Católica, que proclamó que Molina de Aragón, se llamara como se llamara, tendría como señor al rey que mandara en Castilla. Y, por cierto, así sigue, ya que el título Señor de Molina recae en Felipe VI
Personajes de tal enjundia y otros muchos surgen durante las visitas guiadas al castillo. Una fortaleza que nunca sirvió como residencia palaciega. Siempre fue recinto militar. Tanto en la Edad Media, como después. Fue cuartel en las Guerras Carlistas y también la defensa de la ciudad frente a las tropas napoleónicas. De hecho, su resistencia ante los franceses sirvió para la concesión del título de ciudad.
O sea que adentrarse en los torreones, caminar junto a las almenas del castillo o sumergirse en la penumbra de sus calabozos, es obligado para los turistas. Es la experiencia más demandada y satisfactoria para grandes y pequeños. E incluso es recomendable viajando con mascotas. A pocos monumentos de semejante valía y dimensiones se les puede definir como dogfriendly, en cambio, los perretes son bienvenidos dentro del castillo molinés.
La escapada a Molina de Aragón no está completa sin visitar su conjunto histórico, un núcleo que conserva restos de su laberíntica judería, además de calles con verdadero porte monumental, que dan idea de la riqueza de antaño, basada tanto en la extracción de sal en los alrededores como en los grandes rebaños que siempre han pastado por el Alto Tajo.
Los escudos heráldicos en casonas históricas atestiguan ese esplendor. Por el intrincado casco antiguo aparece, por ejemplo, el pomposo Palacio del Virrey de Manila o el de los Marqueses de Villel, reconocible por la arquería de ladrillo en la planta superior. Y no muy lejos están el Palacio de los Arias o el de Garcés de Marcilla, reconvertido en sede del ‘Casino de la Amistad’.
Y si la arquitectura palaciega abunda, ocurre lo mismo con los templos. Cada pocos pasos se eleva una iglesia. Las hay en ruinas, como la de Santa Catalina, de la que solo se conserva un envoltorio monumental ocultando el hueco interior, y también las hay espectaculares, como las de San Felipe y la de Santa Clara, cuya fachada se considera una joya románica.
Hay otras como la de San Pedro, en la plaza más concurrida de la población, o la de Santa María del Conde, originada en tiempos del primer Señor de Molina, aunque ahora se usa como salón multiusos para la ciudadanía. También ha cambiado mucho el Convento de San Francisco, que la propia Doña Blanca eligió como última morada. Si bien varios siglos después, algunas estancias conventuales muestran la ecléctica colección Museo de Molina de Aragón.
A escasa distancia del convento franciscano está el otro gran símbolo de la ciudad, su puente románico de tres arcos, construidos en arenisca roja, para salvar las aguas del río Gallo, afluente del Tajo. Varios siglos de historia no impiden que el puente siga en uso y, sobre todo, sea el escenario de una de las fotos más habituales de los turistas.
Ahora que llega el buen tiempo no es raro que vengan visitantes hasta aquí, atraídos por la imponente presencia del castillo molinés y el resto de su patrimonio histórico. Por eso tampoco sorprende que haya sido la población elegida para abrir el Parador número 100, un evento que está previsto para este mismo año 2023.
Pero, mientras concluyen las obras de ese parador centenario, no faltan alojamientos de calidad. Algunos incluso devolviendo la vida a palacios antes florecientes. Es el caso del ‘Aura Luxury Hotel’, ubicado en el edificio renacentista del Palacio de los Molina, un inmueble del siglo XVI que abrió sus puertas recientemente para acoger a los viajeros del siglo XXI, deseosos de empaparse de la esencia del pasado, pero con todas las comodidades de hoy. ¡Un hotel con todo el señorío que desprende Molina de Aragón!