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Hayas colosales que taponan el cielo dibujando un arco cobrizo sobre el manto pardo de las hojas caídas. Paredes de roca que se estrechan en un desfiladero. Y entre tanto, el arroyo Villar, que aparece y desaparece entre piedras tapizadas de musgo y manantiales saltarines. Pocos paisajes concentran tanta magia otoñal como el Faedo de Ciñera, un bosque discreto y diminuto emplazado a 40 kilómetros de la capital de León.
Será por eso, por su pequeño tamaño, por lo que este hayedo escondido en la cuenca del Alto Bernesga, en las estribaciones de la cordillera Cantábrica, a menudo pasa desapercibido dentro del fabuloso catálogo forestal que salpica nuestra geografía. Pero se trata de un rincón sumamente interesante tanto por su belleza cromática como por sus curiosidades.
El Faedo de Ciñera, que pertenece a la región de los Cuatro Valles (dentro de la Reserva de la Biosfera de los Argüellos), es una especie de milagro. Un bosque que ha sobrevivido a la tala de la madera, a los incendios y al impacto ambiental de una mina a cielo abierto ubicada a apenas unos kilómetros. También a la acción del hombre, protegido del turismo desmedido, que en un lugar tan reducido tendría efectos perniciosos. Tanto es así que, en el año 2007, fue declarado el Bosque Mejor Cuidado de España por el Ministerio de Medio Ambiente y la ONG Bosques sin fronteras.
Pero es además un bosque con historia. Con historias, más bien, reales y fantasiosas. Como la que habla de su pasado minero en una comarca que creció al calor del carbón hasta bien entrado el siglo XX. Hoy la hulla, por la que muchos hombres llegaron a perder la vida, se siente bajo los pies que avanzan en la hojarasca. Y es que esta ruta que emprenden los visitantes, dispuestos a fotografiar el esplendor de la estación, es la que antaño hacían los trabajadores, día tras día, para llegar a la bocamina del Pozo Ibarra.
Quizá menos triste es la otra historia relacionada con el hayedo. La que surgió de la imaginación de una vecina del lugar, Josefina Díaz del Cuadro, quien escribió un cuento para su nieta que acabó convertido en leyenda. Es el de la bruja Haeda que, pese tener poderes otorgados para hacer el mal, prefirió utilizarlos para salvar del frío a toda una población. Su figura descansa hoy en el bosque, oculta entre las copas de los árboles.
Hay que llegar a Ciñera de Gordón para iniciar el camino que conduce hasta el Faedo, a lo largo de poco más de dos kilómetros. Un camino que permite vislumbrar las montañas, a cuyos pies pequeñas masas de hayedos anticipan la explosión de los colores. También aquí percibimos la huella minera al dejar atrás unos vagones oxidados y la entrada a una bocamina abandonada, reconvertida en un santuario: a través de la verja se pueden ver algunas fotos antiguas, herramientas para la extracción del carbón y un pequeño altar en honor a la virgen de Santa Bárbara, patrona de esta profesión.
Después de unos merenderos, y a través de un pequeño puente que salva la brecha del arroyo, aparece el acceso al bosque a través de una pasarela de madera. De pronto es como aparecer en un mundo maravilloso. La vista se pierde en una paleta de colores imposibles, mientras el olfato percibe el aroma de la tierra húmeda y al oído llega un silencio absoluto, tan solo roto por el rumor del agua.
Y mientras los niños buscan a la bruja Haeda entre las ramas retorcidas, el sendero conduce hasta Fagus, un haya de 510 años que ha sido declarada "árbol monumental". Con su tronco de 6,5 metros de diámetro y su aspecto fantasmagórico, está también catalogado como uno de los 100 ejemplares más singulares de España.
Antes de que nos demos cuenta, el bosque termina de repente junto a las paredes de roca. Entonces la pasarela se adentra por un cañón, provocando un giro en el paisaje. Ahora es la piedra la que domina el horizonte a lo largo de un estrecho desfiladero.
Son las Hoces de Villar, originadas por el arroyo del mismo nombre. Donde antaño hubo un puente precario en el que murieron algunos mineros, hoy un camino de madera –seguro hasta para los más pequeños–, atraviesa toda la garganta hasta desembocar en la propia orilla al paso de saltos y torrentes de agua. En este punto se puede desandar el sendero y regresar al lugar de partida. O emprender la subida por la montaña hasta llegar a otro paraje fantástico: unas piscinas naturales a las que llaman las Marmitas de Gigante. Eso, claro, ya es otra historia.