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Los bares del pueblo revientan de visitantes llegados de todos los lugares. La música folclórica con letras de exaltación a esta tierra fría, entre las comarcas de La Siberia y las vegas altas del Guadiana, suena con una fuerza inusual en las calles y anuncian que hoy es el día más grande. La percusión de estas chillonas melodías joteras nos llega desde los cascos que las caballerías van componiendo con los acompasados trotes. Por la noche, el pueblo se iluminará con hogueras gigantescas que servirán para calentar el ambiente y demostrar que el fuego purifica y cocina a la vez las viandas que confortarán a tanto foráneo.
Antonio y Manuel Mateos son dos jóvenes hermanos, peleños de pura cepa, que participan de lleno en lo que en origen fue una batalla librada contra los invasores que quisieron tomar su pueblo. Con la calma de la experiencia, pero con los nervios del día señalado, la madre de los Mateos viste a sus hijos para que no se escape ningún detalle de la indumentaria tradicional. Camisa blanca, faja roja para ajustar la cintura, zahones de cuero repujado, pañoleta anudada al cuello y un pañuelo estampado, ceñido a la cabeza y prolongado hacia arriba, a modo de un insólito pirulí que les proporciona un aire oriental, son los elementos primordiales de los jinetes que asustaron, a modo de gigantes fantasmales, a los infieles que huyeron despavoridos ante su presencia, según cuenta la tradición.
Un caballo blanco, alquilado para la ocasión, espera en el patio de la casa para ser enjaezado con una colorida manta de madroños, verdaderas joyas sacadas de los telares artesanales de Navalvillar de Pela. "No se concibe a Alejandro Magno sin Bucéfalo, al Cid sin Babieca, ni puede haber Quijote sin Rocinante, ni poeta sin Pegaso", nos contaba Rubén Darío sobre la importancia del caballo. Los hermanos Mateos se despiden con un sonoro grito de "¡Viva San Antón!", mientras desaparecen por las calles del pueblo subidos en su caballo.
En cada esquina de Pela hay un haz de ramas que los vecinos han ido reuniendo pacientemente durante el día, y que formará un círculo de fuego alrededor del pueblo cuando llegue la noche. Los remolques, colocados en lugares estratégicos del circuito de la carrera, se convierten en zonas de avituallamiento donde el vino de pitarra aliviará del frío a los exaltados caballeros.
El sol va cayendo y las calles se llenan de cabalgaduras que hacen saltar chispas con sus herraduras. Trotes, ambladuras, algún atrevido paso corto y galopadas de ida y vuelta, son algunos de los aires que los jinetes van ejecutando a modo de alardes antes de que empiece esta carrera que no tiene ni ganadores de perdedores.
Son las ocho de la tarde y en la plaza de España no cabe ni un alfiler. El ayuntamiento ha abierto sus puertas y los más afortunados disfrutan de una degustación popular dentro de sus salones. Abajo, los relinchos y el piafar de los caballos no espantan a los ciudadanos que no se quieren perder las palabras que arengarán a la multitud. Todos los sonidos se mezclan.
El tambor de un niño a caballo, el tamborilero de la carrera, se pierde entre los incansables gritos y vivas al viejo santo, la potente música enlatada y el jolgorio de las charangas se pierde entre las luces de colores y el humo de los fuegos ya encendidos. Una catarsis sin tragedia se apodera de la masa de gente que no para de lanzar los brazos al aire y desgañitarse a voces: ¡Viva San Antón!, viva San Antonino!, ¡que viva ese chiquirritinino!
Las cincuenta hogueras repartidas por el casco antiguo de Navalvillar de Pela chisporrotean al paso de los más de mil caballos que tendrán que dar tres vueltas a este recorrido. Una bandera blanca abre esta comitiva lenta y gritona. Los tirones del bocado, el sobrepeso que soportan algunos caballos y las dosis del vino pitarrero hacen que, a veces, algunos observadores asustadizos se aparten de la primera línea de esta loca carrera.
Vivir la encamisá en esta noche mágica, subido a un caballo, al lado de las llamas o escondido entre la gente es una experiencia única que demuestra que el paso de los años no empaña las tradiciones que cada vez están más vivas. Los caballos sudorosos y los jinetes afónicos se retiran poco a poco, ya de madrugada, hasta el próximo año entre la niebla y el humo, un telón sin tela que anuncia que el espectáculo ha llegado a su fin.