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Fue tachado de tendencioso y partidista, acusado de mentir o contar verdades a medias, de alimentar la demagogia y beneficiarse de ella. Fue repudiado y al mismo tiempo aplaudido como una obra maestra, encumbrado como uno de los grandes hitos del cine documental. Era el año 1933 cuando Luis Buñuel estrenaba Las Hurdes, tierra sin pan. Un retrato descarnado sobre la más pobre e inhóspita comarca del norte de Extremadura. El mundo entero quedaba sobrecogido con aquellos 27 minutos de imágenes grotescas que ponían al desnudo la miseria, el atraso cultural y el primitivismo de una tierra acechada por la enfermedad, el hambre y la muerte. Una tierra en la que, narraba la voz en off, "el hombre está obligado a luchar en cada momento por su subsistencia".
El director aragonés, para quien el cine debía comunicar "la idea de que vivimos en un mundo brutal, hipócrita e injusto", quiso con esta cinta denunciar la desigualdad que asolaba esta parte del país. Pero antes que él, otros intelectuales habían clamado por volver los ojos a este espectáculo dantesco. En 1922, Alfonso XIII, acompañado de Gregorio Marañón, había emprendido un viaje por la comarca alentado por la súplica del poeta Gabriel y Galán: "Señor: en tierras hermanas de estas tierras castellanas / no viven vida de humanos nuestros míseros hermanos". Y Unamuno, en sus Andanzas y visiones españolas, había retratado sus caminatas a pie por aquellas trochas de ganado y caminos polvorientos, de donde le nació una mirada compasiva: "Si en todas las partes del mundo el hombre es hijo de la tierra, en Las Hurdes la tierra es hija de los hombres". El mensaje era idéntico en todos los casos: azuzar la conciencia y despertar la solidaridad con esta comarca encajada en el extremo norte de la provincia de Cáceres, en el límite ya con Salamanca.
Mucho le ha costado a este lugar sacudirse su leyenda negra, demostrar que nada queda de la tragedia del terruño hurdano, alcanzar el estado de normalidad que se respira hoy al visitarlo. Cuando se cumplen 85 años de la cinta de Buñuel, en Las Hurdes no solo hay pan sino también una rica miel que es la preferida del Vaticano, aceite de oliva de primer orden y una gastronomía contundente que tiene en la caldereta de cabrito, las migas y las patatas meneás la expresión de los sabores de siempre.
Un vistazo al entorno, además, hace saltar por lo aires aquella imagen de tierra yerma. Especialmente ahora, que irrumpe la primavera y los campos se tiñen de malva gracias al brezo, que es su flor por excelencia. Todo parece estallar en estos días. Los valles profundos cuajados de olivos y cerezos, los huertos dispersos trabajados por esas gentes fuertes y resueltas (tan lejos de aquellos seres desnutridos), que a poco que se les trate resultan tremendamente cálidas y cercanas.
Con algunos de los rincones naturales más impactantes de la geografía extremeña, Las Hurdes es una comarca trazada por piedra y agua. De pueblos y pintorescas alquerías que, además de presentar nombres de lo más ingenioso (Cambroncino, Arrolobo, Casajurde…) exhiben una sencilla belleza rústica apoyada en su arquitectura típica: tejados de lajas de pizarra y paredes de mampostería seca. Pero también es una comarca agraciada de chorros frescos que van jalonando la sierra (ideales en el periodo estival para darse un chapuzón) y de meandros, el más característico rasgo de su paisaje, ese sinfín de vueltas y revueltas que conforman sus cinco ríos al abrigo de una vegetación espesa.
Riomalo de Abajo, la primera población que recibe al viajero que llega desde el norte, atesora tal vez el más espectacular: el meandro del Melero que dibuja el trazo del río Alagón y que es visible en todo su esplendor desde el Mirador de la Antigua. Aquí donde el curso fluvial hace su giro más complejo, en este lugar al que sorprendentemente no han llegado los focos, ni las guías de viaje, ni apenas los turistas, descansa una estampa que se cuela, para muchos, entre las más bellas de España. El río, al dar la vuelta sobre sí mismo, engulle una isleta repleta de árboles en el marco de un paisaje tan verde que se diría más bien de cotas cántabras.
Cerca, Las Mestas, con su simbólico enebro de más de 300 años, sirve para iniciar el camino hacia Riomalo de Arriba, la aldea que tal vez exhibe las mejores muestras de arquitectura popular. Aquí se encuentra el mirador de las Carrascas, el más alto, que vierte sus vistas sobre la sierra de Corredera y sus alquerías agrupadas al filo de tortuosas curvas: Carabusino, Robledo, La Huetre… También aquí se encuentra el Centro de Interpretación de Las Hurdes, que contiene todo lo que hace falta saber sobre este singular territorio: la artesanía, la gastronomía o la naturaleza. No es el único, ya que existen otros centros desperdigados por la comarca (el de la miel, en Ovejuela; el del olivo, en Casar de Palomero; el de la casa típica, en El Gasco…). Pero en este se funden las sabidurías hurdanas, convenientemente documentadas.
En Las Hurdes raro será saltarse los puntos más poblados, Caminomorisco y Pinofranqueado, que más que por su entramado urbano destacan por sus alrededores. Pero nadie puede marcharse sin visitar Casar de Palomero, que en su día tuvo un barrio cristiano, otro musulmán y otro judío; ni la cercana Rivera Oveja, con hermosas piscinas naturales. Tampoco los petroglifos que salpican el territorio y que han sido grabados en la roca desde la Edad de Hierro hasta la romanización. El del Huerto del Cura, a unos cien metros desde la carretera que va de Nuñomoral a Aceitunilla, es el más recomendable.
Los amantes del trekking hallarán en estos parajes el paraíso, a través de las 34 rutas senderistas agrupadas en la web de la Mancomunidad de Las Hurdes que discurren entre enebros, acebos y madroñeras. Y los del buen comer disfrutarán como niños de una gastronomía apenas promocionada pero sencillamente deliciosa. No se pierdan los cocidos de pipos con berzas, las jugosas truchas que se pescan en sus ríos y, como mandan los cánones extremeños, los exquisitos surtidos de embutidos.