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Un aroma húmedo a laurel y a pino se mezcla con la salina brisa del Atlántico que custodia Cortegada como la joya que es. Cierras los ojos y escuchas el viento, los graznidos superpuestos de las aves, el águila ratonera, el azor, la torcaz, carpinteros, petirrojos, herrerillos, o el vivaz y minúsculo chochín, la caricia de las ramas que se agitan al rozarse, las piñas del pino manso o las castañas al caer. Los sentidos se activan nada más pisar tierra, la de este pequeño paraíso, a solo 200 metros de Carril, que es capaz de expulsar de tu cabeza cualquier pensamiento ajeno a tanta belleza.
Su atractivo es intimista, como si formara parte de un secreto que cuesta compartir. Va de observar la hiedra que viste los troncos de los carballos con diseños de pasarela de moda, de posar la lupa sobre la corteza y descubrir un universo de especies después de escuchar a un investigador que aquí se pueden observar ranúnculos raros de ver en Galicia. Hay un censo de 330 especies de plantas, gracias a que es un zona protegida, cuya función es preservar la biodiversidad para que, por ejemplo, una planta como la vulnerable spergularia melanocaulus, con sus florecillas moradas, rosas o blancas, que crece pegada a las rocas marinas, no corra peligro.
Está isla deshabitada ha vivido un proceso inverso, pues hay evidencias del paso de los romanos que la bautizaron como Corticata. Dicen que los vikingos planeaban desde Punta Fradiño ataques a los tesoros de la Iglesia que iban camino de Santiago por la ruta del río Ulla. Y es que es la única de las Illas Atlánticas que se sitúa en la desembocadura del río, lo que la convierte en el lugar ideal para que las famosas almejas de Carril y los berberechos se den de maravilla, al tener el agua la temperatura y el equilibrio adecuado entre dulce y salada.
Aún quedan vestigios de la ermita a la que en los siglos XIV y XV se acudía en peregrinación para curar los males, que hoy es un centro de interpretación totalmente renovado. Solo dos vigilantes y tres jabalíes hermanos duermen en la isla. Los mamíferos bajan del monte Xiabre, cruzan nadando huyendo de la caza y campan a sus anchas en Cortegada. Les encanta comer almejas y berberechos y sus huellas dejan un rastro en la arena, hasta encontramos una calavera de un pequeño ejemplar en la playa. Nos acompaña Luis Gómez de ‘Corticata’ especialistas en turismo medioambiental. Luis habla bajo para no perturbar la paz de la isla mientras nos descubre sus tesoros.
Observamos las esporas de los líquenes, que son la asociación simbiótica entre hongos y algas, con una pequeña lupa. Forman una costra protectora sobre ramas y piedras y aportan la humedad que necesitan para refrescarse y formar una biodiversidad deseable. Los líquenes son fiables indicadores de la calidad ambiental, que certifican que aquí es más que óptima. Hay columnas de coleópteros, como la vacaloura o el ciervo volante, que se alimentan de la madera muerta, insectos xilófagos, que son el alimento ideal para otras especies.
Llegamos al bosque de laureles, uno de los más importantes de Europa. Los laureles se usaban para separar las lindes, y cuando en 1910 la isla se abandonó definitivamente para donarla a Alfonso XIII con el objetivo de que construyera su palacio de verano, crecieron asalvajados, y hoy constituyen un espectáculo por su altura y el sutil aroma que desprenden. En solo un siglo se han diseminado por toda la isla y sus hojas salpican el terreno de este bosque flotante.
Antes se cultivaba cereal y pastaban animales, como las cabras, que se podían ver hasta 2016. Punta Corveiro se llama así porque los cuervos bajaban a comer el cereal, ahí está uno de los Cruceiros Xacobeos, que forma parte de la ruta del Apóstol hasta Iria Flavia. Los cormoranes, garzas, garcetas o águila pescadora son habituales de la zona.
Los vecinos de Carril y de Vilagarcía de Arousa han peleado mucho para conservar la isla como está ahora. A punto estuvo de ser fruto de la especulación inmobiliaria, tal y como explica Luis, cuando Don Juan de Borbón, que la heredó de su padre, quiso venderla. Alfonso XIII, que finalmente decidió pasar las vacaciones en el Palacio de la Magdalena en Santander y que solo la pisó en una ocasión para una batida de caza, no se volvió a interesar por ella.
Las 80 personas que vivían en alrededor de 20 casas tuvieron que abandonar sus parcelas, de las que había más de 1200 en el catastro del año 1900 y trasladarse. La marca de los carros de 1,80 de distancia entre las ruedas aún se aprecia en los caminos, que aprovechaban la marea baja para cruzar a Carril. En 2002 pasa a ser parque nacional y en 2007 es expropiada por la Xunta para su uso público y se incorpora al parque nacional de las Illas Atlánticas. Se puede visitar todo el año pero en temporada baja la privacidad es un lujo que no tiene precio.
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