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Fue en abril de aquel año, cuando la presión social y conservacionista obligó a hacer efectiva la ley que obliga a mantener los cauces fluviales con un caudal constante. Hasta entonces, el régimen de explotación de las empresas hidroeléctricas, gestoras de las cuatro presas del río, mantenían al Xallas seco la mayor parte del año. Además de remediarse un atropello ecológico, la vuelta de las aguas los 365 días del año, como subrayan desde el Ayuntamiento de Dumbría, por cuyo territorio discurre el tramo final del Xallas, permitió resucitar una de las mayores singularidades naturales de la geografía española: el único río de Europa que desemboca en el mar con una cascada.
Es la fervenza de Ézaro, nombre que adopta el río en su desembocadura y cuyo significado, cascada en lengua gallega, da pistas del hervidero que son sus aguas. Este magnífico cadoiro, como también lo llaman por aquí, se precipita en un rugido de cien metros de altura que pulen aún más las duras lanchas de granito, famosas en los figones de la comarca por ser las que menos arenilla sueltan a la hora de emplearlas como plancha y plato de sus difícilmente superables pescados y carnes.
Al ver el estrépito que organiza el Xallas, las cortinas de espuma imparable que esconden las rocas y las oleadas de nubes de vapor de agua que solo un arco iris es capaz de cabalgar, queda justificado el sobrenombre que algunos han dado a esta catarata: el Niágara gallego. Se precipitan las aguas a un pozo de veinte metros de profundidad, abriéndose a continuación en una tranquila ría por la que el Atlántico se adentra tierra firme para cumplir con el Ézaro su exclusivo encuentro.
El Ayuntamiento de Dumbría se afana desde hace años en dotarle de mayores atractivos a esta maravilla. No los necesita, aseguran, pero tampoco están de más. El más notable de todos se puso en marcha en el temprano 2006, con la iluminación nocturna de la catarata en determinadas fechas del año. Primero fueron luces blancas, a palo seco; no tardaron en llegar los haces de colores, los sonidos y la música.
En la actualidad es un espectáculo de luces, sonidos y hologramas que los sábados y vísperas de festivos, entre el 21 de junio y el 21 de septiembre, atrae a numerosos curiosos. En esos momentos y durante una hora, de 11 a 12 de la noche –más temprano todavía hay claridad en los veranos gallegos– la magia toma más cuerpo de lo habitual en las tierras que rodean al Pindo, el ancestral monte galaico próximo a Finisterre.
Como en tantas otras partes, la pandemia ha condicionado lo que vaya a pasar este verano en Ézaro. A la espera de los datos que muestren la ansiada mejoría, todavía no se ha decidido si habrá espectáculo o no en la cascada del Ézaro. Llegue pronto o tarde, no debe ser razón que impida acercase a un lugar que impresiona y relaja a la vez. Tanto que a más de uno se le olvida tirarse un selfie.
No hay que dejarse engañar por la seducción que ejerce Ézaro con su cascada, para olvidarnos de los atractivos que rodean al salto de agua. Aquí mismo, ya decimos, se alza el Pindo, el monte sagrado de la mitología celta. Su ascenso es una corta excursión que regala las más amplias vistas del litoral cantábrico. Si en vez de tierra firme se prefiere agua, no hay problema, en la misma desembocadura del río es posible alquilar un kayak para bogar hasta el pie de la cascada.
Los amantes de un quehacer menos deportivo tienen varios spots imprescindibles a escasos kilómetros. El primero es la subida al mirador del Ézaro. Se alcanza este belvedere por una carreterita que en menos de dos kilómetros, acumula tramos con una pendiente del 28 por ciento. Tan empinado resulta que ha sido elegido como uno de los puertos más exigentes de las últimas ediciones de la Vuelta Ciclista a España. Que nadie se alarme, no está prohibido que, en vez de en bicicleta, se pueda subir en coche.
Cerca se extienden los playazos de Louro y Carnota, cuya grandeza hace a uno sentirse solitario Robinson asomado a la orilla del océano. Más desconocidos son los rastros de la industria ballerena que operó en la costa. Lo cuenta Álex Aguilar en su magnífico Chimán, libro que recoge la historia de la pesca ballenera en la Península y en el que se descubre que la última factoría que operó en España estuvo en Caneliñas, a tiro de piedra de Ézaro.