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"Una vez al año, los diablos abandonan el vientre de la Madre Tierra a través de una grieta que nadie conoce. Un estruendo de cencerros anuncia a vecinos y forasteros la llegada de los portadores de un misterio ancestral. Una mezcla de hollín y aceite marca el rostro de los que se dejan atrapar. Otros, corriendo despavoridos por las callejuelas, van a taparse con mascaritas que vagan sin dirección, sin expresión alguna, portadoras quizás de un secreto mudo". Así reza esta rotunda leyenda en el Museo de las Tradiciones de Luzón, una pequeña localidad en la Alcarria que presume de alumbrar el carnaval más intenso y oscuro de toda la región: los diablos y mascaritas de Luzón. No conviene ir solo a observar esta celebración (y quien avisa no es traidor).
El origen de este ritual no está claro. Al fin y al cabo estamos inmersos en un mundo nebuloso y repleto de misterios. Unos lo sitúan en la tradición celta; otros, no tan impetuosos, en la Edad Media. Los primeros datos de la fiesta datan del siglo XIV, pero, como el mismo diablo, su nacimiento se remonta al origen de los tiempos. Además, esta tierra es vetusta y presenta abundantes vestigios de culturas y asentamientos como los ejemplos del arte megalítico de la cueva de los Casares, con pinturas rupestres, de la Piedra Escrita de Canales de Molina o del dolmen del corredor de Aguilar de Anguita. Seguramente, ya la sombra del demonio se deslizaba por estas piedras.
El sábado de carnaval, los diablos se disponen para desfilar por las calles de Luzón. Pero no siempre fue así. Hace tiempo, estos siniestros personajes tomaban la localidad cuatro días al año: domingo, lunes y martes de carnaval, y el primer domingo de cuaresma. Incluso la fiesta se mantuvo durante la dictadura franquista, aunque era necesario un permiso especial para organizarla.
Desde los 70 la tradición se fue perdiendo hasta caer casi en el olvido. Por suerte, al llegar la década de los 90, los jóvenes del pueblo retomaron esta manifestación cultural y, poco a poco, ha ido recobrando el apogeo que merece, hasta el punto de considerarse el mejor carnaval de la Alcarria y ser declarado bien de interés turístico regional. Además, la mentalidad se ha abierto. Mientras antes se disfrazaban solamente los hombres del pueblo, ahora mujeres y niños les acompañan en esta exaltación carnavalesca, con lo que se consigue que la fiesta perdure. Parte de la tradición se ha sacrificado por la perpetuidad. Estos acuerdos con los diablos no merecen las llamas eternas al considerarse un avance social.
En las celebraciones de años anteriores, tanto los participantes que se tornaban en diablos como los vecinos que les ayudaban en tal encomienda se trasladaban a un lugar secreto, desde el cual, una vez realizada la transformación, bajaban a golpe de cencerro por los caminos hasta el pueblo. Con el tiempo, la festividad ha ido adquiriendo fama, y la popularidad atrae a un gran número de fotógrafos, que quieren inmortalizar los acontecimientos. Y se ha ido un poco de madre... Decenas de cámaras y teléfonos móviles sortean apiñados las cornamentas de los diablos mientras estos se preparan. Definitivamente, el espacio donde los seres humanos se transforman en diablos es un secreto a voces.
La preparación de los diablos es todo un ritual. Primero, cubren sus rostros y brazos con una crema protectora para salvaguardar su piel. Seguidamente, untan su cara y manos con una mezcla de aceite y hollín, una pasta negra que mantienen hasta el fin del día. Una vez embadurnados de negro, los diablos se colocan una enorme dentadura tallada en patata. Hace años en vez de patata se usaba remolacha, pero las malas cosechas obtenidas de este cultivo les hicieron cambiar de materia prima. Ese contraste de colores entre los ojos y los dientes y el resto de su cuerpo les concede una fantástica irrealidad.
La vestimenta negra –como no podía ser de otro modo– presenta formas amplias, a modo de saya. Los diablos toman ya una sensación aterradora cuando se ajustan unos enormes cuernos de buey sobre sus cabezas. Y finalmente los cencerros que, colgados de sus cinturas, anuncian la llegada de los emisarios de Lucifer. Aquí los cencerros son conocidos por otros nombres como trabucos o cañones. No hace falta mucha imaginación para adivinar el porqué. Son enormes y, cuando los diablos saltan y corren, llenan de estruendo Luzón y sus alrededores. Parece que la tierra se abre para que los habitantes del Averno salgan de caza. No hay mejor miedo que una penetrante banda sonora.
Desde primera hora de la mañana, los dulzaineros ambientan el gélido clima que suele posarse en el invierno. Luzón es pequeño y todo el mundo se encuentra en la plaza en torno al único bar del pueblo, el bar de Fran, que, con toda seguridad, en esta fiesta hace su agosto. A las cinco de la tarde, ni un solo minuto arriba o abajo, los asistentes comienzan a escuchar el estruendo de los cencerros. Una procesión de sombras negras, amenazantes, enastadas hacen entrada en el pueblo rodeando a cada uno de los visitantes. Si no has venido a Luzón disfrazado, serás acosado y los diablos marcarán tu cara con el mismo hollín que cubre la suya. ¿Venganza a los seres humanos píos? Los diablos se excusan: manchan para señalar y cuidar a la gente que quieren… perversa excusa.
Junto a los diablos hacen acto de presencia las mascaritas, el segundo y no menos importante personaje de este carnaval. Son personas disfrazadas con trajes tradicionales, toquillas, coloridas sayas y un trapo blanco que cubre su rostro. Estas inquietantes figuras solo ven por unos agujeros que reducen su campo de visión. También la boca resulta visible. Los diablos tienen prohibido manchar de hollín a estos personajes. Por si alguno se olvida de la tradición, las mascaritas portan un bastón con el que golpearán al diablo para hacerle recordar que son intocables.
La música de la dulzaina acompaña a la comitiva en su periplo por la plaza, la iglesia y el monumento dedicado a los diablos, erigido en mitad del pueblo. Regresan todos a la plaza. El frío arrecia y los diablos, ya agotados de tanto salto y tanto movimiento de cadera para hacer sonar sus trabucos, se van retirando. El negro de sus caras se ha ido apagando. Los diablos lucen sudorosos y echan de menos su condición de hombres y mujeres. Ser demonio con tanto trasto encima, a estas horas, es un suplicio. Una vez terminado el desfile, los visitantes se refugian de nuevo en el bar. Allí aparecen también algunos de los diablos descornados y rendidos ante la evidencia. En el futuro puede que se queden para siempre con la forma maligna, pero este año no toca.
Cae la noche. Noche oscura, en mitad del campo… Los cencerros dejan de sonar. La Madre Tierra ha acogido de nuevo a sus demoníacos habitantes. Necesitan descanso, pero que nadie se lleve a engaños ni se relaje. Al año que viene, vuelven a alimentar los miedos de los que osen rondar por aquí el sábado de carnaval.