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El verano almeriense se suele alargar casi hasta mediados de octubre. Pero poco a poco, muy disimuladamente, se van enfriando el mar y los planes estivales y, de repente, casi sin darnos cuenta, ya no necesitamos tener el cuerpo en remojo todo el día. Es entonces cuando el mar pasa a ser un elemento a contemplar. En lugar de ser ese salvavidas que nos calma los calores, nos arruga los dedos de los pies y de las manos, nos llena las cejas y las pestañas de diminutos granos de sal y nos recuerda la suerte que tenemos de estar justo ahí en ese momento, sumergidos en sus cristalinas aguas.
Por la carretera que lleva al pueblo de Cabo de Gata, al girar una curva, un pequeño puesto de observación de aves migratorias aparece, al borde de la carretera, de manera totalmente inesperada. Antes o después, sería conveniente parar en este puesto de observación de aves que es un mirador. O al revés.
La estampa mejora al atardecer, cuando el cielo toma las mismas tonalidades que los zancudos flamencos rosados que hacen de las aguas de Las Salinas un lugar de paso o su propio hogar. Y allí están, con su estilizada figura, sus rítmicos movimientos y con su fascinante plumaje, siendo ya un emblema de la Costa de Almería.
Pero la bella postal no se queda ahí. Desde nuestro privilegiado mirador se puede ver la inmensidad de la arena de la playa de Las Salinas y, a lo lejos, como a un lado de la larga y recta carretera se dibuja la icónica iglesia. Su blanca silueta es más reciente de lo que parece, ya que, hasta no hace mucho, estuvo en estado ruinoso. Ahora preside, orgullosa y protagonista, una de las imágenes más representativas y evocadoras del litoral almeriense. Tanto es así, que ha servido de escenario cinematográfico en diversas ocasiones, no por nada llaman a Almería Tierra de cine. Su última gran aparición ha sido en la tercera temporada de La Casa de Papel.
Tomando la AL-3115, esa carretera recta que, como una arteria de asfalto, se extiende entre Las Salinas de Cabo de Gata y el arenal de la playa homónima, llegamos hasta nuestro siguiente punto para observar el mundo turquesa que nos rodea. Para llegar al Mirador de Las Sirenas hace falta no sufrir de vértigo o, en caso de que se tenga, evitar hacerle caso durante el tramo de ascenso –o bajada– a nuestro balcón de leyenda, pues al final de la carretera comienza una breve, pero imponente, curva cerrada en cuesta, carente de quitamiedos y que nos recuerda, por si acaso lo habíamos olvidado, que estamos sobre un acantilado. Cuando el zigzagueo de la ruta acaba, aparece la explanada en la que se encuentra el Mirador de las Sirenas y, junto a él, el siempre atento y vigilante Faro de Cabo de Gata.
Desde este punto se obtiene una de las vistas más conocidas de todo el Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, en la que las oscuras rocas volcánicas emergen del mar y este las cumbres con su blanca y burbujeante espuma. Se trata del Arrecife de Las Sirenas. Cuenta la leyenda que su nombre se lo debemos a la colonia de focas monje que solía vivir en el arrecife y que los navegantes confundían con aquellos mitológicos seres. Lo cierto es que a nadie le extrañaría del todo si, al asomarse al mirador, se topara con una de estas criaturas de cuerpo humano y cola escamada chapoteando en el agua que rodea el arrecife, justo donde el fondo marino colorea el mar de turquesas, esmeraldas y todos los tonos azules y verdes que podemos imaginar.
El pueblo marinero y pesquero por excelencia. Su estampa le hace parecer algo que realmente es: un lugar donde se sigue llevando a cabo la pesca artesanal y en el que el tiempo no pasa más lento, pero sí más agradable. La población debe su nombre a una pequeña isla situada a pocos metros y que los piratas berberiscos solían frecuentar antaño, cuando el Mare Nostrum era, más bien, suyo.
Tremendamente blanco, acogedor y mediterráneo, el pueblecito de La Isleta del Moro cuenta con un mirador en la parte alta del mismo. Desde allí, la perspectiva que se tiene es la de un mar salpicado de pequeñas embarcaciones pesqueras y que nos deja a un lado la playa de Los Escullos, con su famosa duna fósil, y, al otro lado, la visión del propio pueblo coronado por la bucanera isleta.
A medio camino entre la Isleta del Moro y Rodalquilar, también la carretera zigzaguea y se retuerce para ajustarse al capricho de los acantilados que nos obligan a asomarnos al borde desde el que nos enseñan el inmenso mar azul verdoso que hay mucho más abajo y que contrasta vivamente con el rojizo de la tierra volcánica que nos sujeta.
Para disfrutar de la visión de ambos mundos, el de los mares y el de los volcanes dormidos, el paso por el Mirador de La Amatista es obligado. Además, el mismo oteadero nos sirve para conocer más del lugar, gracias al punto de información allí instalado.
Abajo, el abismo acaba con grandes lenguas de roca, que una vez fueron la lava de un volcán, adentrándose en el agua salada. La misma que, si uno se fija bien, se oscurece a tramos debido a las grandes praderas de posidonia que le otorgan ese aspecto de fondo abisal.
El antiguo pueblo de Rodalquilar ha sido desde siempre explotado por los diversos minerales que se daban en la zona. En el siglo XX, de hecho, se vivió una auténtica fiebre del oro en esta localidad fundada en 1930.
Herencia de aquella época de bonanza, ahora queda como cicatriz en la tierra el legado en ruinas de las instalaciones mineras que se levantaron muy cerca del pueblo. Su estado de abandono es notable y subir hasta la parte más alta, un riesgo que el visitante debe tener en cuenta durante su ascenso. Pero, evidentemente, pocos son los que pueden y quieren perderse la vista del valle desde la altura, pues ninguna panorámica se puede parecer a esta.
Nos rodea la histórica instalación 'Denver' para la obtención de oro y bajo nuestros pies, los inmensos tanques lavadores acumulan grietas, tierra y el paso de los años, que antes dieron trabajo a tantos hombres y separaban el oro de los otros materiales. La vista no puede ser más postapocalíptica, más propia de un western, más evocadora. Especialmente cuando uno deja de mirar hacia abajo y dirige su mirada hacia el horizonte, donde el valle y los dormidos volcanes, que dieron forma a todo aquello, sirven de preámbulo a nuestro gran mar.
Aquí va una bola extra para expertos en la zona. Nos marchamos del Parque de Cabo de Gata-Níjar, porque nos toca ascender hacia un improvisado y desconocido mirador y, para ello, hemos de dirigirnos hacia un lugar más occidental de la provincia.
Aguadulce es una pequeña pedanía situada muy cerca de la capital de la provincia y que, sin embargo, pertenece al municipio de Roquetas de Mar. Allí, los locales, senderistas y ciclistas saben que no hay mejor plan que subir a Las Antenas a ver la costa y el pueblo desde su puerto deportivo hasta el Paraje Natural de Punta Entinas-El Sabinar.
A diferencia de los anteriores, para llegar hasta lo más alto de los acantilados de Aguadulce, hay que esforzarse físicamente, pues se trata de una subida fuerte que combina un tramo urbano y otro de tierra. La ruta sube desde la Rambla de la Gitana, atravesando el cementerio, y cruza el túnel que pasa por debajo de la autovía; es entonces cuando comienza lo duro, pues a esta segunda parte del recorrido la llaman la Cuesta de los Presos. Pero que esto no nos desanime, pues al llegar a nuestra meta, sabremos que ha merecido la pena el esfuerzo. Es aconsejable llevarse una linterna, en caso de que nos animemos a subir para presenciar la llegada del atardecer y de sus arrebolados colores, y acabe sorprendiéndonos la oscuridad de la noche.