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Cuentan que cuando fue construida se apoyaba sobre un acantilado, tan cerca del Mediterráneo que parecía que el templo emergía de las propias aguas. También que sus pináculos, esas agujas de extremos llameantes que apuntan al cielo, quedaban proyectados sobre el mar como en un espejo, devolviendo su silueta de modo ondulante. Esta fue la idea en el año 1229, cuando se puso la primera piedra de la Catedral-Basílica de Santa María de Palma, más conocida como la Catedral de Mallorca o, como se le dice en la isla, simplemente la Seu.
Un monumento soberbio, imponente, majestuoso, que pese a no despertar toda la atención que mereciera, figura entre las construcciones góticas más relevantes de Europa. Es, de hecho, la tercera más alta en este estilo después de la de Beauvais, en Francia, y la de Milán, en Italia.
Hoy, bien es cierto, ya no se emplaza al filo del mar sino a la orilla de un lago artificial de agua salada (en el llamado Parc de la Mar, con el que se ganó terreno a las aguas) encajado en la bahía de Palma. Pero la catedral sigue ahí, con su silueta elevada por encima del entramado urbano, con esa presencia que impone desde el puerto, con esas agujas que siguen retando a las nubes.
Nadie que recale en la capital mallorquina debe marcharse sin visitar esta joya única en cuyo interior se desvela toda una lección de arte balear. Una obra maestra de la arquitectura que entendió la luz natural como luz divina (de ahí esos muros alargados que casi se vuelven transparentes con la apertura de los vitrales) y que, en sus numerosas intervenciones a lo largo de la historia, aunó diferentes estilos, no tanto para enlazar el pasado con el presente sino para transmitir una agradable sensación de armonía.
Existe una manera original y divertida de recorrer la Seu y, ya de paso, descubrir algunas otras curiosidades. Se trata de una visita desde las alturas, paseando cual gatos por los tejados. Una excursión que solo puede hacerse desde el 1 de abril hasta el 31 de octubre y que consiste en subir al campanario y dar una vuelta completa por las terrazas.
"Ojo, hay que salvar 215 escalones", advierte la guía encargada de abrir paso. Pero merecen la pena. Porque nunca habrá apreciado tan de cerca el sistema de campanas, los arbotantes y contrafuertes o el emblemático rosetón. La visita, de poco más de una hora de duración, arranca en el Portal de la Almoina, en el lado norte de la catedral, donde da comienzo la ascensión a la torre de 47,80 metros, construida a finales del siglo XV.
Tras un corto tramo de escalera, lo primero que aparece es el campanario, compuesto por nueve campanas, todas con su nombre propio. Será el momento de conocer a la famosa Eloi, del año 1592, que resalta entre el resto por sus grandes dimensiones: 48 metros de altura, dos metros de diámetro y un peso de más de 4.600 kilos. Nada extraña que cuando suena, en ocasiones muy especiales –por ejemplo, en la muerte del Papa– tenga que ser accionada de forma manual por al menos nueve personas.
Hace falta subir un poquito más para acceder a las terrazas, desde donde se vierten magníficas vistas sobre aquella bahía a la que llegaban los barcos, hace más de siete siglos, cargados con el material de construcción. Especialmente el marés, la piedra arenisca propia de Baleares (con la que también está hecho el Palacio de la Almoina) que le otorga al conjunto una tonalidad de miel. Toca entonces caminar entre los arbotantes, contemplar en proximidad las gárgolas y su preciosista nivel de acabado, deleitarse con el colorido de los ocho ventanales que dan al mar y los otros tantos que miran a la ciudad.
"Estos ventanales estuvieron cerrados hasta el siglo XX, cuando el mismo Antoni Gaudí decidió que era una catedral muy oscura que pedía a gritos luz mediterránea", explica la guía. Y es que la Catedral de Mallorca, que ha sido restaurada en numerosas ocasiones, alcanzó su mayor gloria con el padre del modernismo catalán. Durante diez años (de 1904 a 1914) trabajó el arquitecto en esta obra a la que aportó grandes cambios: el traslado del coro, la eliminación del retablo mayor, el mobiliario litúrgico… Pero ninguno tan relevante como la iluminación que penetra por estas vidrieras de manera tan rica y coloreada.
Siguiendo el paseo por las alturas, se llega al gran hito de la Seo, el rosetón mayor, uno de los más grandes del mundo que maneja unas cifras mareantes: una superficie de 100 m2, un diámetro de 11,31 metros y una espectacular policromía que se debe a los 1.115 cristales que lo integran. Por todo ello se le conoce como el ojo del gótico. Desgraciadamente ha tenido que ser repuesto en varias ocasiones (la última, durante la Guerra Civil, al impactar una bomba a pocos metros), aunque nada ha logrado acabar con su particularidad más sonada: la de dar pie al fenómeno llamado 'espectáculo del 8', que se produce dos veces al año (el 2 de febrero y el 11 de noviembre). En estos días, entre las ocho y las nueve de la mañana, la luz del sol incide sobre el otro rosetón interior configurándose un 8 perfecto.
Impresiona admirar el rosetón en toda su dimensión. "Es más grande que mi apartamento de Madrid", se oye decir a algunos turistas. Tan sorprendente como seguir caminando por la terraza del mirador hasta la torre sur, descubriendo nuevos relieves. Y siempre con una fantástica panorámica a los pies, con la ciudad en sintonía con el Mediterráneo.
La excursión por las azoteas es el complemento perfecto a la visita al interior del monumento. Y es que también entre sus muros la catedral depara muchas sorpresas. Desde los retablos góticos y barrocos hasta el mausoleo real, donde están los sepulcros de los monarcas soberanos de Mallorca o el histórico órgano mayor que data del año 1477.
Pero tal vez la curiosidad más impactante es la controvertida aportación de Miquel Barceló en la capilla del Santísimo: un mural cerámico con motivos marinos inaugurado en el año 2007, que recrea una versión posmoderna del milagro de los panes y los peces. Puede ser amado u odiado, pero lo que nadie pondrá en duda es su originalidad. Dicen que no existe en todo el planeta una capilla más contemporánea.