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¿Qué tienen que ver el estado de las Autonomías, el compositor italiano Giuseppe Verdi, la ciudad santa de La Meca y las piñas? En principio parece que poco o nada puede unir tales referencias. En cambio, sí hay un lugar donde se dan cita todos esos nombres: el Palacio de la Aljafería de Zaragoza, el que se considera junto a la Mezquita-Catedral de Córdoba y a La Alhambra de Granada, la tercera gran joya del patrimonio hispano-musulmán del arte español.
El palacio siempre ha estado ligado al poder político. Desde sus orígenes en el siglo XI cuando se concibió como lugar de recreo para el rey de la taifa independiente de Saraqusta, la Zaragoza musulmana. Más tarde sería palacio real cristiano y hasta el todopoderoso Felipe II intervino en él para transformarlo en bastión militar. Y ahora, en la actualidad, acoge las Cortes de Aragón y un sinfín de dependencias propias de la vida parlamentaria. De manera que ya hemos desvelado uno de los enigmas: el vínculo de la Aljafería con el estado autonómico. ¡Sigamos con el resto!
Cuando se observa desde fuera el palacio musulmán sobresale un gran torreón de forma cuadrangular. Destaca tanto por la mayor tosquedad de sus piedras como ser lo más alto del conjunto. Y además es lo más antiguo. Antes de que el rey Al-Muqtadir decidiera construir su palacio a la afueras de Saraqusta, ya existía aquí una torre defensiva. Al ser un punto elevado de la ciudad, los musulmanes habían decidido levantar aquí un puesto de vigilancia entre campos y huertos regados por el cercano Ebro.
Más tarde, aquel torreón no solo quedó integrado en la Aljafería, sino que en tiempos cristianos fue reformado y ganó altura hasta alcanzar los cinco pisos de la actualidad. Cinco pisos que han tenido múltiples usos, pero que sobre todo han sido empleados como prisión. De hecho, en algunas de sus paredes todavía se ven los grabados que los presos hicieron con las uñas o con algo punzante durante sus horas de desesperación entre estos gruesos muros.
Algunas de estas inscripciones están firmadas y fechadas, por eso se sabe el nombre y hasta el origen de algunos los personajes que pasaron aquí sus días y sus noches. Y quién sabe si llegaron a morir entre tormentos, ya que entre los muchos avatares de La Aljafería durante muchos siglos fue sede de la Inquisición en Aragón.
Todo eso es verídico, en cambio su preso más famoso es ficticio. Se trata de Manrico, el protagonista de Il Trovatore de Verdi. ¿Visitó Zaragoza el músico buscando inspiración? No. Pero lo cierto es que el torreón de La Aljafería sí que inspiró al dramaturgo español Antonio García Gutiérrez que en 1836 ambientó aquí su obra El Trovador, imaginando el encierro de un pobre trovador que roba el corazón de doña Leonor, dama de compañía de la Princesa de Aragón. Un auténtico drama que por azares del destino viajó hasta Italia y sirvió como base para el libreto de la ópera de Verdi. Desde entonces se conoce como la Torre del Trovador.
Dejemos la literatura y volvamos a la historia. A mediados del siglo XI, Zaragoza era un reino más dentro del conglomerado de taifas que era Al-Andalus. Y aquí reinaba Al-Muqtadir, cuyo nombre completo era Abu Yafar Ahmad ibn Sulayman. Él mandó construirse un palacio fortificado para refugiarse de los tensos quehaceres del gobierno. Un lugar donde relajarse y disfrutar de la vida, un sitio que rebosara belleza y frescor. El Palacio de la Alegría, tal y como él lo llamó. Quedó tan encantado con el resultado que también lo usó para actos protocolarios. De manera que la construcción pronto cobró fama entre los viajeros y cronistas de la época, pero no lo hizo con su nombre original, sino que fue rebautizado como el palacio de Al-Yafar, lo que evolucionó hacia su actual denominación de Aljafería.
Al visitarlo hoy, aunque su aspecto haya cambiado tanto, se intuyen perfectamente sus aires alegres y festivos. Basta darse un paseo por el patio de Santa Isabel, que pese a su cristianizado nombre actual, guarda toda la esencia de la arquitectura islámica. Canales de agua refrescando el ambiente y regando unos naranjos que crecen entre ladrillos. Y sobre todo ello solo el azul del cielo bañando de luz el espacio y las estancias que rodean el patio.
Con los siglos, la transformación ha sido enorme. Pero la reconstrucción de sus dos lados cortos provoca a la imaginación para que recomponga la belleza de aquel Palacio de la Alegría. Sobre todo si se mira al área del Salón Dorado. Los capiteles y trozos de decoración permiten interpretar cómo serían ese conjunto de arcos mixtilíneos, en otro tiempo desbordantes de filigranas modeladas en yesos y coloreadas. Así como en el suelo brillaría los mármoles. Mientras que sobre las cabezas habría un techo de madera finamente ornamentado.
Sin duda era el ámbito más espectacular de palacio, la preferida del rey. Aquí celebró sus audiencias, pero también fiestas y banquetes. Mientras residía en su alegre palacio pasaba aquí las horas. Pero como buen musulmán tenía que cumplir con el rito de orar cinco veces cada día. Por eso motivo, en un lateral abrió un oratorio para él y su familia. No es un gran templo, pero es de una decoración exquisita a base de arcadas, lóbulos, inscripciones cúficas… todo para envolver el nicho del mihrab que por supuesto se orienta hacia la lejana y santa ciudad de La Meca.
Todos sabemos que llegó la reconquista y que los reyes cristianos acabaron gobernando en el territorio peninsular. En el caso de Zaragoza, eso ocurrió a partir del año 1.118 con Alfonso I el Batallador. Un monarca cuyo seudónimo ya da idea que estaba más preocupado en guerrear que en disfrutar de una maravilla como el Palacio de la Alegría. De hecho, tanto él como sus inmediatos sucesores ignoraron prácticamente su existencia.
No fue hasta mucho después, durante el reinado de Pedro IV el Ceremonioso en pleno siglo XIV, cuando se convirtió de nuevo en palacio real. Fue entonces cuando se amplió la Torre del Trovador y cuando se construyó la Capilla de San Martín, cuyas bóvedas góticas albergan hoy en día una interesante biblioteca y un fondo documental histórico relacionado con las leyes de Aragón.
Sin embargo, los cambios más importantes iban a llegar siendo palacio real de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, tanto monta monta tanto. Una leyenda que se puede leer hasta la saciedad en las dependencias de su época, como el Salón del Trono. Ahí se conserva uno de los tesoros de la actual Aljafería: la techumbre mudéjar incluida dentro de la lista de Patrimonio de la Humanidad.
Toda ella es de madera y está pintada de vivos colores para representar los símbolos de aquellos monarcas, es decir, el yugo con el nudo gordiano que representa a Fernando de Aragón y el haz de flechas que son emblema de Isabel de Castilla. Igualmente hay escritas numerosas alabanzas o símbolos heráldicos de sus reinos. Y del centro de cada uno de los casetones que componen el artesonado cuelga una llamativa piña dorada, como símbolo de la abundancia y fertilidad que trajo aquel matrimonio a la España cristiana.
De alguna forma, su reinado supuso el penúltimo momento de esplendor del Palacio de la Alegría. Después, estas estancias se fueron militarizando cada vez más. Tanto que el aspecto de castillo que hoy tiene su fachada en gran parte se debe a Felipe II, cuando decidió crear aquí un auténtico fortín por si los aragoneses decidían levantarse en armas contra su gobierno.
Ese espíritu cuartelario se mantuvo durante siglos, lo cual acarreó cambios, expolios y destrucciones sistemáticas a un lugar que estaba destinado a los placeres y no a las armas. Pero por fortuna, en el siglo XX se emprendió una lenta y paulatina recuperación de su patrimonio. Un trabajo de décadas que en realidad nunca se acaba, pero que hoy luce de manera espectacular.