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Cuando era pequeño, Bilbao era negra, gris, llena de humo y monocromática. Además de no tener edad para fijarme en su increíble arquitectura. 40 años después de reconversiones industriales, lavados de cara, dragados de Ría y recuperación de entornos, la capital vizcaína actual es casi irreconocible en esa imagen de mi niñez.
Un paseo por las orillas de la ría a última hora de la tarde, cuando todavía hay luz pero no hace ya demasiado calor, te permitirá descubrir estampas tan interesantes como esta del puente de la Rivera, que une el Mercado del mismo nombre –en pleno apogeo en el Casco Viejo– con el muelle Marzana –uno de los sitios de moda en Bilbao para tomar marianitos (vermú preparado)– y comer pintxos camino del barrio de San Francisco.
Ahora sí podremos ver la fantástica arquitectura reflejada en la ría, levantando los colores y esa luz tan característica de las ciudades del norte. Este puente tiene una larga larga historia y ha pasado por varias transformaciones: fue de madera y quemado por los franceses en 1813; luego de hierro e incluso estuvo suspendido con cables del mejor acero de Altos Hornos de Vizcaya, siendo el precursor de lo que, años después, sería el Puente Colgante de Portugalete.