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El retablo de la Bótica y sus personajes de la rebotica o el café cantante ‘A Bilbaína’ -donde actuó Lola Flores en sus inicios- transmiten un tiempo clave para varias generaciones de españoles. En La Huida o en La Matanza de los Inocentes se respira la atmósfera asfixiante.
En el belén, la escena de la posada ‘Casa Carlota’ y la esquina de la taberna, con damas como la Noalla, la Cubana o la Nonó, y personajes como el Chaviñas con el propio Blanco Amor al lado. Es la novela A Esmorga (La parranda), que ha dado para dos películas. Sucedió en una ciudad de provincias gallega, donde aterrizaban los más humildes de las aldeas. Uno de tantos lugares de España.
En este escenario hay oficios como el del fotógrafo -que retrata a la familia de Baltar ante la torre de la catedral y que podría ser O Rizo o quizá O Mazaíra, minuteros muy conocidos-, que con el afilador, la castañera o los enamorados son una mezcla de vida rural y urbana. Nos retrotraen a lo entrañable de una infancia, una adolescencia y una historia de la segunda mitad del siglo pasado llena de claroscuros. Y enseña a los más jóvenes de dónde venimos. En lo bueno y en lo malo.
Rogelio Santos, el guía que explica los retablos de la primera planta -para muchos más interesantes en su realización y costumbrismo que el belén- y el belén de Baltar en la capilla de San Cosme, recuerda que “los personajes son reales. Desde el afilador al fotógrafo o Ramonita Mosquera, que hace de ángel en la Anunciación. O el Pencas, que llevaba las maletas a la estación del tren”.
Santos conoció a Baltar en sus últimos años y cada día sigue maravillándose ante cada figura de barro, “porque siempre descubro algo diferente” en estos personajes que Arturo empezó en 1967. “Primero eran solo trece, encargados por la Asociación de Belenistas de Ourense”, entonces dirigida por Amando Prada Castrillo.
El artista fue un autodidacta, tierno e impredecible, entre lo mágico y lo real cuentan las lecturas sobre él, sin filtros en su personalidad, libre para la época en que vivió. Por eso, para entender su obra, las escenas de cada uno de los retablos que se encuentran y el belén de este “escultor de poemas”, como le llamó la escritora Marifé Santiago Bolaños -fueron amigos durante años- a su muerte en 2017, con 93 años, hay que conocer algo de su vida.
En realidad se adivina que la obra es un pretexto para el artista, quien refleja aquí la dureza, bondad y oscuridad de un tiempo sórdido. Cada escena narra la vida de los humildes, los de más abajo, de donde venía Baltar. Porque para alguien que no ha crecido en Ourense ni conoce la trastienda de los años de posguerra y hasta bien entrada la Transición, es aclaratorio intuir la vida de un homosexual en estas tierras. Sobrevivió, se fabricó a sí mismo y fue miembro de la intelectualidad orensana y gallega, amigo de Eduardo Blanco Amor, José Ángel Valente, Ramón Otero Pedrayo o Vicente Risco, entre otros.
Niño de posguerra, cuentan que Arturo tuvo que irse con una troupe de gitanos para ganarse la vida, y muy a pesar de su madre. A veces, al grupo de viajeros y comediantes las cosas les salían bien con el número de la cabra sobre la escalerita -en el belén hay una escena-, pero cuando el hambre apretaba, había que comerse al bicho, por más que Arturito le hubiera tomado cariño. Y el niño Arturo, vestido con la piel del animal, ocupaba su lugar en lo alto de la escalera.
De estas cosas hablaba Arturo con sus amigos. En la capital orensana los allegados le creían, otros pensaban, a menudo, que Baltar tenía mucha imaginación. Y la tenía, pero eso no significaba que no hubiera realidad en su historia. Da igual, porque su obra está aquí.
También le han reconocido hace tiempo en lugares como Afundación (la obra social de Abanca), donde guardan piezas de este artista del barro que son un lujo. Arturo pasó por Madrid, entró en el Museo del Prado y se embarcó en la admiración por Goya; de vuelta a Ourense, aprendió en la Escuela de Artes y Oficios y recibió premios y reconocimiento a su modelado en barro en los años 50, igual que a sus dibujos.
Siempre mencionó a sus maestros Antonio Faildé, Antonio Berjano o Virxilio Fernández; viajó por Holanda y Francia. A su regreso, con una personalidad artística ya perfilándose, frecuentó los citados círculos intelectuales de la ciudad y de Galicia. Entraba y salía, aparecía y desaparecía, porque así era el hombre. Inconstante, inconformista, con su parte de genial y heredero de sus duras vivencias.
A la derecha del belén, abajo, en primera fila, la taberna A Esmorga -La Parranda de Blanco Amor- con sus tres personajes, Bocas, Cibrán y Milhomes, como señala Rogelio Santos. La escena muestra la vida de la taberna -a su izquierda, en la esquina de la calle, las damas de la buena vida citadas- y en el balcón del piso de arriba, entre los visillos tan sugerentes para la época, una pareja besándose. “Naturalmente, estos detalles ante los niños y los colegios, me los ahorro”, reconoce Santos.
Hay que levantar la mirada, buscar en los montes como el de San Bieito de Cova del Lobo -“la madre de Arturo era muy católica, con fe en San Bieito, y él adoraba a su madre”, apunta Rogelio-, observar el detalle de los caminos, de los ríos, de los árboles -tan importantes luego en retablos como La Huida o La Matanza de los Inocentes- y los rostros de cada personaje. Por eso se impone volver, para observar y escuchar la historia de tantas gentes que dejan de ser anónimas aquí, ecos de un tiempo que forjó la interpretación poética y lírica de Baltar en el barro.
Seas o no de esta tierra, estas decenas de rostros de barro cocido, pintados luego, trazados hábilmente para crear una atmósfera tan evocadora, merecen ir despacio. Porque se inspiró esto en el pazo de la Señora de Nogueira de Ramuín -Arturo decía que a ese lugar iba Herodes ya jubilado-, la torre que es la de Vilanova de los Infantes cambiada; parte de las casitas humildes como las de A Barra de Toubes. Aquí, en un rincón de Ourense, en la capilla de San Cosme, vive un trocito de nuestra historia, la de la gente corriente que sobrevivió.