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Llega el otoño. Amantes de la naturaleza, paseantes campestres y quienes prestan atención a los fenómenos que se suceden en el mundo silvestre lo tienen claro: es el momento de los bosques. Y de visitarlos cuando lucen su aspecto más espectacular y accesible, que regala uno de los retornos más formidables de cuantos se producen al aire libre: la otoñada de las masas forestales.
Para los árboles caducifolios, en sus bosques, es algo sencillo. No tienen más que esperar a que el verano afloje las riendas. Entonces se produce la más extraordinaria manifestación del ciclo de las estaciones. Poco a poco, los verdes de la hojarasca se esfuman y en su lugar se enseñorean amarillos, ocres, rojos, anaranjados y una infinita paleta de colores. Así hasta que el viento se lleva las hojas, llega el invierno y los árboles se echan a dormir.
Accesibles y variados, muchos cuentan con sendas señalizadas que facilitan su acceso a todos los públicos. Es el caso de bosques tan populares como la Senda Ecológica de Canencia, en Madrid; las rutas del Señorío de Bertiz, en Navarra; las del bosque de Tejeda Negra, en Guadalajara; la catalana fageda d’en Jordà, y tantas otras.
La razón principal de este cambio está en la disminución de las horas de luz solar y la bajada de las temperaturas. Estos factores influyen en la clorofila, pigmento verde encargado de la fotosíntesis, la transformación de la luz solar en energía y, junto con el dióxido de carbono del aire y el agua, producir azúcares que alimentan a vegetales y algas.
A medida que los días se hacen más cortos y aumenta la duración de la noche, los árboles reducen la producción de clorofila hasta que el proceso se detiene. Los pigmentos verdes de las hojas se degradan y desaparecen, siendo sustituidos por carotenoides y antocianina, responsables de la variedad de tonos del amarillo pálido a los rojos intensos y violáceos. A partir de este momento, las hojas dejan de tener utilidad para el árbol. Los conductos que llevan savia y clorofila a través del tallo que las une a las ramas se cierran. Así mueren y el viento, la lluvia y la nieve terminan por arrancarlas. El metabolismo del árbol se ralentiza hasta la primavera.
Antes de que esto suceda, tenemos unas semanas para sumergirnos en nuestros bosques. Tiempo de retirada, las espesuras acogen estos días el último hervidero de vida antes de la llegada del invierno. Animales tan sencillos de ver como ardillas y arrendajos mantienen su trajín en busca de alimento. Mientras, el pie de bosque regala su mejor tesoro: la amplia variedad de setas y hongos que son las estrellas de la gastronomía durante los próximos meses. Para descubrirlo todo, ofrecemos un elemental vademécum que organiza la otoñada de las forestas españolas atendiendo a sus colores.
La primera imagen que viene a la cabeza al pensar en Castilla es la de interminables campos de cultivo. Estepas que se extienden hasta horizontes ondulados de lomas donde no crece un solo árbol. Hay otra Castilla que pasa desapercibida hasta que llega el otoño: son sus profundos cañones y barrancos, que estas semanas gritan al mundo sus irresistibles colores.
Los profundos surcos fluviales abiertos en las parameras albergan, en el fondo de sus cantiles y cortados, una comunidad vegetal donde los chopos y los álamos son los monarcas absolutos. Entre ellos prosperan sauces, alisos, arces y otras especies más minoritarias como nogales, higueras, ciruelos y avellanos. Las masas forestales conforman tupidas galerías de brillantes tonalidades amarillas, que siguen el trazado de los cauces fluviales.
Es en estos cañones donde, además, se registra una mayor presencia de fauna en las estepas castellanas, destacando por la facilidad de sus avistamientos los buitres leonados. Junto a ellos, otras especies que anidan en las cárcavas calizas como chovas, cuervos, halcones y alimoches.
Los cañones abiertos por los ríos Duratón, Riaza, Lobos, Ebro y -este en Castilla-La Mancha- Dulce son los más conocidos, aunque no los únicos. Una multitud de pequeños cursos, como los segovianos Mulas y Pirón; los sorianos Izana y Escalote; los burgaleses del Rudrón y el Mataviejas, y el palentino de la Horadada son ejemplos de estos auténticos ríos de oro que son las arboledas fluviales castellanas.
Los castañares de la geografía española fueron introducidos y cultivados por el hombre hace milenios. Los historiadores señalan a los romanos como los responsables de esta importación, necesaria para alimentar con su fruto a cerdos y esclavos. Árbol monumental que alcanza 30 y más metros de altura, su tronco es ancho y voluminoso, con tendencia a ahuecarse. Sus hojas grandes y de forma ligeramente lanceoladas tienen bordes aserrados. Con la llegada del otoño adquieren tonalidades del ocre al amarillo.
En este tiempo madura su fruto, la castaña. De característico color marrón encendido, casi rojizo, cae al suelo en el interior de una funda esférica cuajada de afiladas espinas. Su recogida es asunto tan inevitable como delicado. Uno de los más recomendables y entretenidos para la visita familiar. Es conveniente distinguir el castaño silvestre del castaño de Indias, especie ornamental que también produce castañas, aunque son tóxicas. La mejor forma para diferenciar ambas especies es que el castaño de Indias está presente en parques y jardines, y no en la naturaleza.
Árbol, por tanto, antrópico que prospera a veces formando pequeños bosques, en otras ocasiones en bosques donde aparece algún añoso ejemplar de enorme tronco. También hay ejemplos de espesos castañares donde los árboles crecen rectilíneos a gran altura. Presente en 42 provincias españolas, perviven en nuestro país más de 500 topónimos relacionados con la especie, lo que muestra la importancia de este árbol cultivado por el hombre tanto por sus frutos como por el valor de su madera.
Los mejores castañares se localizan en las cuatro provincias gallegas, entre los que destacan los de la Sierra del Caurel, Baleira, Samos, Becerreña, Viana, riberas del Sil y Lalín; en León tienen importancia los de El Bierzo y Las Médulas; la Sierra de Francia en Salamanca y sierras del interior, en especial el Sistema Central, como El Tiemblo y Rozas de Puerto Real, y, en Extremadura, Hervás, Montánchez y Ambroz albergan otros buenos ejemplos de este bosque nutricio.
Si se atendiera a los colores de su hojarasca en otoño habría que señalar que el haya como el más caprichoso de los árboles caducifolios. Según la especie, según el lugar donde crecen, según haya ido la fenología de la temporada, las hayas se visten para la otoñada de una infinita variedad de colores que van del amarillo más pálido, al rojo violáceo, sin olvidar mil y una tonalidades de marrones y pardos. Por si fuera poco, las hayas suelen formar bosques con otras especies como robles, alisos, arces, fresnos e incluso pinos, acebos y tejos, lo que incrementa la variedad de tonos otoñales de sus masas forestales. Así las gastan las hayas.
Esta es la especie más característica entre los árboles atlánticos ibéricos. Crece en áreas húmedas con altas precipitaciones y suelos profundos. De porte variado, tanto en su copa como en la forma del tronco, los ejemplares aislados desarrollan grandes ramas abiertas que se acercan a la horizontal. De hojas simples que crecen en gran número, su densidad hace que apenas penetre luz al sotobosque, lo que impide o limita el desarrollo de otros vegetales.
En la geografía española destacan los hayedos cantábricos como los de Peña Ubiña, cabeceras del Narcea y Leitariegos, Parque Nacional de Picos de Europa y el valle de Liébana y Saja; Gorbeia, Otzarreta y Aralar en el País Vasco; los pirenaicos, con especial mención a Irati, Bertiz y el valle de Arán; las catalanas fagedas d’en Jordà, Montseny y Gresolet; las de los sistemas Ibérico y Central, como la Demanda, Urbión, Neila y ejemplos únicos como Montejo de la Sierra, la Quesera y Tejeda Negra, considerados los hayedos más meridionales del continente europeo.
Si se quiere un rojo más puro, hay que buscar la sorpresa que brindan algunos ejemplares de hayas de otoñada roja en los montes vascos y Selva de Irati. También es el color que visten los arces de Montpellier, arbolillo que crece solitario o en pequeños bosquetes en diferentes tipos de entornos. Es el caso de robledales como los del bosque de La Herrería, en el Escorial madrileño.
Uno de los enigmas más singulares del mundo arbóreo es el de la marcescencia. Puede decirse que, bajo este nombre, se cataloga un grupo de árboles a mitad de camino entre los de hoja perenne y los caducifolios. Los árboles marcescentes no pierden sus hojas en el otoño, aunque sí suspenden el proceso clorofílico, mudando sus hojarascas del verde estival a una variedad de tonos entre el amarillo y el marrón. Pero las hojas permanecen en las ramas hasta finales del invierno.
Barajan los científicos diferentes razones que justifican el fenómeno. Una de ellas es que, al permanecer las hojas en el árbol, lo protegen del estrés hídrico y de las temperaturas invernales. Otra se refiere a que el sabor desagradable de las hojas disuade a los herbívoros de comerlas, desprendiéndose en el momento en que el árbol despierta del letargo invernal y brotan las hojas nuevas.
Caen en el momento en que el árbol más necesita de los nutrientes del suelo, que aumentan con la pudrición de estas hojas que, si se hubiesen desprendido meses antes, habrían desaparecido arrastradas por el viento y las precipitaciones. Algunas especies de robles, entre las que destacan quejigos y melojos, son las más representativas de este singular comportamiento. Ambos son especialmente llamativos a partir de las primeras nevadas, cuando las hojas secas, fuertemente lobuladas, destacan colgadas en las ramas en un paisaje invernal.
En el Sistema Ibérico, Burgos y Soria se asocia con otras especies como encinas y sabinas. En La Alcarria y norte de Cuenca prosperan quejigares más puros. Levante y Andalucía abundan en quejigales mixtos, destacando ejemplos como el carrascal de Alcoy, en Alicante.
El roble melojo, término derivado del latín mala hoja en alusión a su referido mal sabor, se extiende por toda la geografía ibérica, siendo abundante en los sistemas montañosos como las sierras galaicas de Ancares y Caurel; Sierra de Francia, en Salamanca; la Sierra de Gredos, en Ávila; el valle del Rudrón, Burgos; Parque Natural del Moncayo, en Soria; Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, en Madrid; Parque Nacional de Cabañeros, en Ciudad Real; Sierra Morena y Parque Natural de los Alcornocales, en Cádiz.
También llamado pino albar por su fortaleza, el valor de su madera y la amplitud de sus extensiones hace que en ocasiones se le denomine el rey de los pinos. Distribuido por toda la geografía española, muestra preferencia por suelos montanos entre mil y más de 1.700 metros de altitud. Es decir, estamos ante un árbol de tendencia montañera. Aunque sus mejores extensiones son de ellos solos, no rehúyen formar bosques mixtos con otras especies de pino e incluso de especies caducifolias como hayas, robles y álamos.
De forma piramidal y hasta más de 40 metros de altura, antes que por su copa cónica, el pino silvestre destaca por su tronco rectilíneo, que muestra en gran parte de su longitud un inconfundible color anaranjado, el cual se intensifica en este tiempo su tronco anaranjado. Tiene su continuación en el sotobosque, donde los helechos son una tupida alfombra de brillantes tonos amarillos y anaranjados. Entre ellos, multitud de arbustos teñidos de las mismas tonalidades. En otoño, los pinares silvestres son los bosques anaranjados de la geografía española.
Los mejores de estos pinares prosperan en Pirineos, Sistema Ibérico y Sistema Central. Aquí se localizan algunos de los mejor conservados de Europa, como los sorianos de la Sierra de Urbión y el que conforman los montes de Valsaín, en la vertiente segoviana del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, y las espesuras de los valles de Lozoya y Fuenfría, en el lado madrileño.
El color blanco es extraño en el mundo de los árboles, pero no resulta ausente. Aunque algunas tonalidades amarillentas y ocres resultan tan pálidas que lindan la blancura, no es en las hojas donde hay que buscarlo, sino en el tronco de una de nuestras especies arbóreas más singulares: los abedules.
Árbol típico del norte de Europa, donde forman grandes extensiones boscosas, en la Península Ibérica muestra una presencia más reducida, habitualmente mezclado con otros árboles y formando tupidos bosquetes. Su tendencia climática le hace especie típica de las áreas montanas y en el fondo de depresiones, como cañones y valles, que mantengan humedad. Los abedules destacan por la deslumbrante corteza de sus troncos y ramas. Blanca por lo general, algunas especies pueden ser de otros colores y, también, oscurecerse con el paso del tiempo. La deslumbrante corteza es con mucho lo más atractivo de este árbol, estilizado y austero. Inmaculada, lisa y pulida, se desprende en capas tan delgadas que ha sido utilizada como papel a lo largo del tiempo.
En otoño la hojarasca de los abedules muestra un color amarillo intenso, subrayado por la inconfundible corteza. Es a finales de la estación, cuando las hojas se han desprendido, el momento en que los abedules desnudos se muestran más espectaculares. Es el momento en que troncos y ramas dibujan una singular maraña de líneas inmaculadas. En la geografía española el abedul no es demasiado abundante y se distribuye de manera irregular. Destacan los abedulares de San Mamede y Teixido, en Orense; Muniellos, en Asturias; en los Pirineos Occidentales, como el valle de Arán y a lo largo del Sistema Central, con el conocido abedular de Canencia.
Es cierto que el acebo es un árbol ligado a la Navidad y, por lo tanto, al invierno, pero en este viaje por los colores de los bosques ibéricos no podían quedarse fuera sus brillantes espesuras, donde los tonos de su hojarasca se hacen metal. Subrayan sus brillos la enrojecida constelación de frutos de esta especie singular como pocas. Su relación con las fiestas navideñas, importada del mundo sajón, es tan intensa que estuvo a punto de acabar con las acebedas españolas en tiempos recientes. Por suerte, la especie fue declarada protegida y sus ramas no pueden cortarse, salvo en contadas excepciones. Mejor que colgar las ramas en casa, es visitarlas y disfrutar del ecosistema que conforman sus cerradas arboledas.
Las acebedas que han resistido hasta hoy se localizan en áreas frescas y húmedas, ligadas sobre todo a las montañas del norte y centro de la península. Las hojas, lustrosas y tan brillantes que parecen metal, son perennes. Forman una tupida cúpula que protege el interior de sus bosquetes, favoreciendo temperaturas hasta cuatro grados más elevadas que las del exterior, lo que supone un importante refugio para la fauna en los momentos más fríos del año, que se alimentan de los pequeños frutos rojizos del árbol, maduros a partir del otoño.
En muchas ocasiones los acebos aparecen solitarios o formando pequeños rodales en el interior de otros bosques, como pinares y hayedos, aunque también crecen en bosques de extensiones variables. Las acebedas más importantes de la geografía española se localizan en Galicia, cordillera Cantábrica, País Vasco, Pirineos y sierras centrales, de manera especial en el Sistema Ibérico y la Sierra de Guadarrama. También prosperan en el Sistema Penibético y algunas sierras andaluzas, como la gaditana del Aljibe.
Destacan los acebales de Garagüeta, en Soria, considerado el más extenso de Europa meridional; Prádena, en Segovia; Teixeiro, en Ourense; Monte de Vara, en Lugo; La Cobertoira, en Asturias; Uyarcía, en La Rioja, y Robredordo, en Madrid.
Para encontrarse con el negro en nuestros bosques, hay que viajar hasta un árbol montañero. Campeón de los climas extremos de nuestra geografía, el pino negro habita en lo alto de las montañas españolas. Es a partir de este tiempo cuando el color verde oscuro, que justifica su nombre, adopta los tonos más sombríos. Especie de hoja perenne, sus acículas, el nombre que reciben las hojas de las pináceas, son cortas y rígidas. El tronco también muestra un color muy oscuro, casi negro. La visita otoñal de los bosques de pino negro permite descubrir como sus severos tonos resaltan los colores de otras especies vegetales que crecen junto a ellos, sobre los que destaca el encendido color rojizo de los racimos de los serbales.
Prospera esta conífera hasta 2.700 metros de altitud, aceptando sin inconveniente los largos meses en los que el suelo está cubierto de nieve y hielo. Vive este pino tanto en laderas soleadas como en umbrías. En las zonas más altas forma bosques puros, mientras que más abajo prospera en bosques mixtos junto con abetos, pinos silvestres y serbales, entre otras especies. Los parques nacionales de Aigües Tortes, en Lleida, y Ordesa y Monte Perdido, en Huesca, acogen magníficos ejemplos de estos pinares, que también prosperan en otras partes de la geografía como Gúdar, en Teruel, y las sierras Cebollera, en Soria, y la Demanda, entre Burgos y La Rioja.
El bosque por excelencia de la Península Ibérica no puede quedarse fuera de esta paleta de colores vegetales. Lo conforma la encina, quien se asocia con frecuencia con su compadre, el alcornoque. Es el bosque mediterráneo ibérico el que ocupa mayor extensión en nuestro país. Considerada el árbol nacional español, la encina es una especie de hojas perennifolias, esto es que no caen en otoño y muestran el mismo color todo el año. Las renuevan a lo largo del año de manera imperceptible. De las dehesas extremeñas a los carrascales levantinos, las sufridas encinas ven pasar las estaciones sin perder sus severos tonos verdosos.
Árbol resiliente como pocos, las encinas son resistentes a la sequía y a las temperaturas extremas, prosperando hasta a 1.400 metros de altura. Y en el verde austero de dehesas y encinares, el tesoro marrón de su fruto: las bellotas. Fruto seco de una única semilla, con su inconfundible cascabillo, singular cúpula que cubre uno de sus extremos como si fuera un copete.
Mil veces bendecidas por sus valores nutricionales, las bellotas son un imán para multitud de especies que se refugian en dehesas y encinares, tanto por lo benigno de sus temperaturas como, sobre todo, para alimentarse de su fruto. Conejos, patos, palomas, perdices y grullas, entre otros, lo saben bien. La abundancia de bellotas en la estación otoñal también tiene mucho que ver con la joya más preciada de la gastronomía tradicional española: el jamón ibérico. Poco más se puede decir. Y mucho que agradecer a las sufridas encinas.
Su abundancia y diversidad hace que siempre haya un encinar cercano para dar un paseo. Dehesas abiertas como las que ocupan gran parte de Extremadura, Castilla-La Mancha, Andalucía y Madrid, y montes mediterráneos más cerrados como los levantinos y del sudeste peninsular. Ejemplo notable de esta proximidad es el Monte del Pardo, uno de los encinares mediterráneos mejor conservados de España, apenas a cinco kilómetros de una ciudad con más de tres millones de habitantes.
Hasta aquí ha sido un paseo por bosques monocolor, formados por una especie. Pero las espesuras ibéricas muestran tendencia a la mezcla, encomiable ejemplo de tolerancia genética y del color que las distingue. Son los llamados bosques mixtos, extensiones forestales donde crecen al batiburrillo las más variadas especies. Son los más abundantes en la geografía española; el 27 % de los bosques naturales españoles no tienen una única especie dominante. Técnicamente se consideran bosques de transición entre los bosques caducifolios, de querencia a temperaturas templadas, y los bosques coníferos, de hoja perenne y mayor tolerancia al frío.
Así, en España se mezclan especies tan diversas como pinos con hayas, robles, abedules y fresnos. En las montañas del interior, como la Sierra de Guadarrama, los pinares conviven en perfecta armonía con los robledales y unos y otros admiten alisos, acebos, fresnos y abedules. En las áreas cantábricas y pirenaicas, hayas, robles, alisos y serbales conforman una armoniosa comunidad vegetal.
Por la manera en que cada una de ellas se toma la otoñada, es en estas semanas cuando más sencillo resulta distinguirlas y, también, cuando más llaman la atención. Sus espesuras conforman la más formidable paleta que la naturaleza ha creado y que, tanto por su abundancia como por su hermosura, las hacen de las más recomendables para recorrer en otoño.
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