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Pepa, Lluvia y Príncipe forman parte del comité de bienvenida. Observan con una mezcla de curiosidad y timidez a sus visitantes: un grupo de 20 personas que se ha adentrado en su casa, una preciosa finca de 160 hectáreas al norte del municipio de Ojén (Málaga). Los recién llegados, sin embargo, les devuelven la mirada con ojos de plato y expresión de sorpresa. Porque Pepa y Lluvia son una pareja de jabalíes; y Príncipe, el macho alfa de una manada de ciervos. Son solo tres de los animales que forman parte de la Ecoreserva de Ojén, una iniciativa ecologista que va camino de cumplir su primer lustro.
Este espacio ofrece rutas de tres horas especialmente dedicadas a los más pequeños, pero aptas para cualquier adulto que ame la naturaleza. Es, sin duda, una de las experiencias más llamativas e interesantes de Andalucía para conocer especies habituales de las montañas ibéricas. Tocar, acariciar y dar de comer está permitido.
La historia de esta singular reserva comenzó a partir de una mala noticia. Hay que remontarse a 2012. El 30 de agosto de aquel verano, la sierra ardió. El monte malagueño se vistió de naranja y se quemaron más de 8.000 hectáreas. El punto inicial se produjo entre Coín y Alhaurín el Grande, pero uno de los términos municipales más afectados fue el de Ojén, a unos diez kilómetros de distancia.
Sus más de 4.000 habitantes se vieron obligados a desalojar su pueblo y el valioso entorno natural quedó muy afectado. El movimiento ecologista local ayudó en los años posteriores a repoblar la zona y la relación con la administración se estrechó. Ahí surgió la oportunidad de gestionar este espacio del macizo montañoso Sierra Blanca, que había quedado aislado por la construcción de la carretera A-355.
Con mucho esfuerzo, la agrupación ecologista Pinsapo, en colaboración con la empresa Monteaventura, ha creado "un paraíso único", como lo define Antonio Calvo, su máximo responsable. Calvo explica que uno de los principales objetivos de su tarea es ayudar a que cualquier persona tenga contacto directo con la naturaleza y, de esa manera, "aprenda a quererla".
La ruta comienza a las 17.30, pero minutos antes el grupo ya se ha ido formando en una explanada junto al acceso a la finca. Allí, Adrián acaba su bocadillo, Olivia apura su galleta y Paula dice que no tiene hambre. "Yo lo que quiero es ver ya a las cabras", asegura la pequeña. Toca toma de temperatura y mantener la mascarilla puesta para subirse a uno de los jeeps en los que realizar, a modo de safari, los primeros metros por esta reserva animal. A la tercera curva, un ciervo saluda desde mitad de la pista y los peques gritan mientras sus padres hacen fotos a toda prisa. "Tranquilos, que hoy vais a ver muchos más animales", asegura Calvo.
Cuando el grupo se reencuentra junto a una gran caseta de observación, Pepa y Lluvia ya dan la bienvenida. Los niños corren a tocar su áspera piel. Antes de comenzar la caminata, es el momento de las presentaciones: Verónica, Marina y Héctor vienen de Marbella; Pablo de Vitoria; Dominique y su hija, de Bélgica; Juan, de Granada, y Flor y Dani de Almería. La mitad de todas las familias repite con sus peques.
Basta caminar unos minutos por un sendero que atraviesa un bosque de alcornoques y castaños para que un grupo de muflones se acerque a recibir a los visitantes. Los teléfonos móviles echan humo a base de fotos y más fotos. Hay ejemplares adultos y crías que apenas tienen un mes de vida. Su color es pardo, exactamente igual al de la tierra que les rodea, aunque también se esconden a veces entre los arbustos de matagallo, palmito, esparto o aulaga que pueblan el camino. Son sus armas de supervivencia, pero en la Ecoreserva no les hacen falta: en su día la finca iba a ser un coto cinegético, pero hoy son ellos los principales protegidos del lugar.
La caminata continúa entre explicaciones sobre las tradiciones en la zona –como la retirada del corcho de los árboles– y la información sobre la flora local. Poco a poco el grupo va creciendo: se acercan media docena de ciervos. Entre ellos sobresale Príncipe, con una gran cornamenta y un físico que le hace ser el jefe. Tras la época de berrea, eso sí, ha perdido peso. Antonio Calvo, que lidera la caminata, hace sonar un cuerno y, cual flautista de Hamelin, la fauna le sigue.
"¡Mira!", le dice Olivia, de dos añitos, a su madre cuando una cabra montesa se acerca a saludar. La pequeña viaja en la espalda de su padre y, desde esa posición, observa sorprendida la cercanía de la fauna que, con mucha más destreza que los humanos que les visitan, se mueven por las pequeñas lomas de la finca. Algunos de estos animales han ido llegando poco a poco al recinto. Una de las funciones de este espacio es la recuperación de animales heridos. Así han llegado ya 14 zorros, 15 erizos, una veintena de camaleones, tres ciervos y otros tantos jabalíes. Todos son liberados cuando alcanzan su estado óptimo. Y aunque en la zona también habitan jinetas, meloncillos o tejones, a ellos es más difícil verlos.
Mientras Calvo explica al grupo las diferencias entre las especies o su distribución geográfica, otro grupo de niños pasa cerca: acaban de celebrar el cumpleaños de uno de ellos. Es otra de las opciones de la reserva, donde también se realizan visitas escolares, actividades de meditación o yoga, sesiones de fotografías de boda o incluso se ha rodado un capítulo de un reality de una televisión polaca.
Cada cinco o seis semanas, un grupo de voluntarios se acerca al espacio natural a echar una mano para crear senderos –han tramado una red con varios kilómetros de longitud– y cuidar del entorno. En épocas calurosas colaboran con riegos de refuerzo. Y durante todo el año ayudan a construir pequeñas casas de madera para los pájaros y hoteles para insectos con la idea de atraer nuevos habitantes y equilibrar aún más la biodiversidad de la zona.
Es otra de las líneas de trabajo de la asociación ecologista que gestiona la actividad, que también realiza un inventario de la rica flora y fauna de la zona. Un recuento que ilustran con sus imágenes los fotógrafos que –con un pase de 60 euros al año– pueden adentrarse a retratar esta naturaleza desde pequeñas casetas de observación, donde varias libretas dan fe de los éxitos de cada jornada. El águila calzada o el gavilán son dos de las estrellas entre los amantes de la fotografía, pero arrendajos, herrerillos y carboneros también son cromos codiciados. Por la noche, es el cárabo el que acompaña con sus sonidos a la luna en esta sierra.
Como aún es de día, el grupo continúa ascendiendo por un camino para salir del bosque y adentrarse, ahora, en un entorno típicamente mediterráneo con enebros, cornicabras y lentiscos. En uno de ellos se mueven tres camaleones. "¿Seguro? ¿Pero dónde están?", preguntan varios adultos. Estos pequeños reptiles se camuflan tan bien que, a pesar de estar ahí, nadie los ve. Uno de los monitores que acompaña al grupo halla al primero: ofrece un color verde exacto al del arbusto donde se encontraba. Pepa y Lluvia se han quedado atrás pero algunos ciervos siguen acompañando, quizá porque tienen ganas de observar las vistas que, ahora hacia el sur, permiten observar el Mediterráneo y parte del casco urbano de Marbella, apenas a ocho kilómetros en línea recta.
Hace ya un par de horas que comenzó la aventura, pero los peques siguen frenéticos rodeando a los animales, tocándoles, dándoles trozos de pan duro para comer. Empieza a caer el sol y, tras disfrutar de la panorámica, es el momento de regresar al punto inicial, no sin antes saludar a Covid, un pequeño zorro que completa su recuperación en un cercado tras nacer en pleno confinamiento en un invernadero de Almería. Es el momento de despedirse de Manolito –un jabato juguetón– y subirse al todoterreno para sacar la cabeza por el techo. "¡Somos jirafas!", gritan varios de los niños. Poco antes de bajar del vehículo, sus padres preguntan: "¿Qué os ha parecido la visita?". Ellos lo resumen en tres palabras: "Súper mega guay". Definición perfecta para una tarde en la naturaleza.