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Todavía hay pintadas en las paredes de la Casa de Aseos, donde los mineros se cambiaban al entrar y salir del pozo. En medio, las taquillas abandonadas, sobre las que penden las perchas colgantes para la ropa y el calzado de faena: unos platillos de metal, con ganchos, anclados en poleas al techo, que se subían para secar la ropa aprovechando las bolsas de aire caliente que las duchas creaban en los cambios de turno.
Por las ventanas del vestuario se aprecia la fuente del pueblo desde donde las mujeres, mientras lavaban, espiaban esa intimidad masculina, recia, apiñada, solidaria entre quienes comparten sudor, polvo y humo. Una intimidad que una vez a la semana, los domingos, se abría a todas las familias: el día de guardar, las madres llevaban a los niños a los vestuarios de la mina para bañarlos. Porque aquella Casa de Aseos no solo era el único inmueble del Pozo San Luis donde había calefacción y agua caliente: era también la única casa con esos servicios a mediados del siglo pasado.
El Ecomuseo de Samuño te traslada de un zarpazo a la vida de los mineros asturianos durante el siglo XX, a una forma de vida que en el resto de la región ya solo se puede imaginar o –si hay fortuna– escuchar de boca de algún jubilado en un chigre tomando unas sidras. Hay otros museos mineros, pero ninguno tan genuino, tan próximo a lo que esta tierra fue y sigue siendo en la memoria. La empresa estatal Hunosa (Hulleras del Norte, S. A.) dio carpetazo al carbón en diciembre del año pasado, dejando abierto solo un pozo para alimentar una central térmica. Lo que queda de aquella historia centenaria, negra y orgullosa, es este turismo de recuerdo.
Ubicado en la parroquia de Ciaño, en el concejo de Langreo, a media hora aproximadamente de Oviedo y Gijón, el Ecomuseo ofrece el trayecto más largo que existe en España de un tren carbonero dentro de una mina real. El viaje en los diminutos vagones constituye el principio de un recorrido de dos horas que se inicia en la estación de El Cadavíu, que continúa entre bosques y bajo tierra, y que acaba en el citado pozo, junto al pueblo de La Nueva que vivió a su amparo. El pozo fue declarado Bien de Interés Cultural en 2013. El último centenar de mineros había dejado de trabajar allí hacía solo 11 años. Las lámparas y los cascos que usaban aún están.
También están la enfermería, la fragua, la carpintería, las oficinas o la pagaduría: la diminuta ventanilla frente a la que los mineros hacían cola cada viernes para recoger el sobre con su paga semanal, mientras muchas mujeres vigilaban para que no salieran escopeteados a dilapidarla en el chigre. Samuño es una postal sin gente donde no cuesta imaginar las muchas vidas que durante décadas arremolinó. Las fotos de cuadrillas, máquinas o accidentes trágicos en sepia ayudan a completar el relato de los guías que acompañan el recorrido.
San Luis, fundado por la empresa Carbones de La Nueva, fue uno de los once pozos que funcionaron desde el siglo XIX en el valle de Samuño, dentro de lo que ahora se denomina Paisaje Protegido de las Cuencas Mineras. Abierto en 1904, comenzó como explotación de montaña hasta que en 1928 se transformó en profundidad, con galerías subterráneas que alcanzaron los 430 metros. El tren que parte de la citada estación es el mismo que antiguamente conectaba la bocamina con la empresa Duro Felguera en Sama de Langreo, y transcurre por una vía tan estrecha que ofrece la primera experiencia alegórica de la claustrofobia que comportaba aquel trabajo. Los vagones de hierro, con bancos de madera, disponen un espacio mínimo, obligando casi a encoger los hombros. Además, nada más entrar se respira una primera humedad al sentarse entre metal, que antecede a la fría sensación de sumergirse en la roca.
El viaje ocupa 20 minutos en recorrer dos kilómetros. El primero, a través de un precioso bosque de sauces, alisos, saúcos y castaños –antaño usados para madera–, mientras una megafonía que pelea con el ruido del tren cuenta que por ese valle llegaron a cruzarse cuatro rutas de ferrocarril transportando mineral, mercancías y mineros. En 1920 había más de mil trabajadores que sacaban 168.000 toneladas de carbón al año. Con ese combustible de excepcional calidad se alimentaba, por ejemplo, la iluminación de gas de toda Barcelona.
El bosque da paso a la mina y el segundo kilómetro en tren se sucede casi a oscuras, en una pendiente cada vez más inclinada. El traqueteo del convoy aumenta con la bajada y entre las paredes asoma el carbón. Es conveniente ir abrigado porque el tren se detiene a 32 metros de profundidad. Hay goteras, así que si la cazadora es impermeable, mejor.
Al bajar del tren se camina un tramo por la galería, con su silencio, esquivando pequeños charcos, mientras escuchas las explicaciones sobre cómo se conectaban todos los pozos del valle entre sí. El paseo concluye con una simulación de la llamada que realizaban los mineros a la superficie para salir. El Cuadro de Señales, un artefacto de comunicación construido en 1930 por Siemens, entonces moderno y hoy increíblemente precario, informaba a la Casa de Máquinas superior gracias unas campanas y una suerte de código morse.
Según el toque, se indicaba si había que subir personas o material, lo cual determinaba la velocidad del ascenso. Si se entendía mal el toque, los trabajadores podían ser transportados demasiado rápido. En la visita, los turistas suben en un ascensor convencional cuyos ruidos recrean sin embargo cómo era hacerlo apiñados en jaulas. Se tarda 40 segundos, en los que es inevitable sentir cierta inquietud.
Una vez arriba, el imponente castillete, uno de los pocos que se conservan de hierro roblonado (el mismo sistema que la torre Eiffel), obliga a alzar la vista hasta sus 28 metros de altura. Frente a él, y conectada por los cables de acero trenzado que subían y bajaban las jaulas hasta la entraña de la tierra, aparece la citada Casa de Máquinas, decorada igualmente como pocas de este tipo: con azulejos y con pináculos modernistas construidos en zinc. Una elegancia que desconcierta, y que se reproduce en el interior, donde los inmensos motores se mantienen en perfecto estado. Casi escuchas el estruendo que debían causar al funcionar.
La visita guiada enseña también la Lampistería, la Casa de Aseos y las Oficinas, el único edificio al que se podía acceder por el exterior de la explotación, para que los ingenieros y directores no tuvieran que mezclarse con los obreros (vidas separadas también afuera, ya que sus residencias se ubicaban en lo alto del pueblo). La visita deja luego una media hora para que cada cual recorra el resto del complejo, que incluye una nave con antiguas locomotoras de vapor restauradas de las que recorrían esa red ferroviaria que atravesaban el valle.
Se puede contemplar también el Socavón Isabel, uno de los dos abiertos en origen para horadar la montaña, que como todo el contorno del pozo está avasallado por una vegetación furiosa. La misma que abraza la Senda del Valle de Samuño, por la que se puede regresar caminando hasta la estación inicial de El Cadavíu en lo que tarda el tren de vuelta, 20 minutos.
Después de la mina, merece la pena recorrer a tu aire el pueblo. La Nueva llegó a tener 12 bares, un cine, una escuela aledaña al pozo, donde los profesores bajaban corriendo las persianas cuando había un accidente, y economatos donde el dinero de la paga semanal regresaba a la empresa, saldando las cuentas acumuladas por las compras que se hacían fiando. Es lo que se conoce como "paternalismo industrial": una forma de organización y control social que alimentaba y a la vez ahogaba. Como el mismo carbón. En realidad, si trabajabas en la mina, nunca salías de ella. La belleza de esta visita al Ecomuseo de Samuño constituye una forma de homenaje a todos los que le dedicaron su vida.