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Son las 10:15 de la mañana y Miguel Polledo reúne al grupo más madrugador que visitará la Cueva de Tito Bustillo, en el interior del Macizo de Ardines, pegado a Ribadesella. Varios niños de entre siete y diez años se impacientan, saben que están a punto de cruzar una línea del tiempo que los llevará durante 60 minutos a un mundo prehistórico construido por los paleolíticos hace miles y miles de años.
"Cuidado donde pisáis", advierte el guía, tras cerrar la última puerta del túnel artificial que abrieron con dinamita para dar acceso a las visitas. "Estamos entrando por la puerta trasera de la cueva, la entrada natural está justo en el otro extremo, a 700 metros de distancia", explica Miguel, que con 17 años de experiencia en estas galerías, podría hacerse la visita de kilómetro y medio casi con los ojos cerrados.
La advertencia de Miguel se entiende rápidamente. Esta cueva declarada Patrimonio de la Humanidad en 2008 sigue viva y el goteo del agua es incesante. El suelo es irregular y la primera parte del camino está embarrada y es resbaladiza. Los niños se agarran de la mano de sus padres y, en completo silencio, caminan midiendo cuidadosamente sus pasos. La linterna del guía marca la dirección a seguir, entre una penumbra obligada para la conservación del lugar. La brusca oscuridad a la que se deben acostumbrar los ojos acompaña a un rápido descenso de temperatura, que suma aún más emoción a la aventura.
"El origen de esta cueva viene de la unión de los procesos de derrumbe de tres cauces distintos que fue formando el río San Miguel dentro de la montaña. El río circula a lo largo de 500 metros, a pocos metros por debajo la cueva y, aunque no lo vemos, sí se oye en varios puntos del recorrido el sonido de su cauce", explica Miguel, mientras camina por el paisaje kárstico esculpido por el agua y salpicado de varias formaciones de estalactitas y estalagmitas.
Las primeras dos pinturas de arte rupestre aparecen en un cruce de caminos que hace detenerse al grupo. Una de ellas es un caballo pintado en color morado de hace 14.000 años, dibujado sobre una pared agrietada donde el agua se filtra a su antojo. A pesar de su mala conservación, es bastante reconocible. Los chiquillos miran atentamente la luz del puntero que dirige Miguel hacia la cabeza, el lomo, la cola, el vientre y las patas traseras del animal, ya desdibujadas en algunas zonas.
"Lo habitual en el Paleolítico era utilizar dos colores: el negro –que lo obtenían del carbón vegetal, quemando huesos o madera–; y el rojo –producido con óxido del hierro–", relata Miguel. Aquí encontramos también el color violeta. "En la entrada natural, donde vivían los habitantes de esta cueva, había grandes cantidades de pirolusita, un óxido de manganeso del que conseguían estas tonalidades moradas", apunta.
Junto al caballo aparece una figura cuadrada dividida en bandas verticales dibujadas a su vez con trazos cortos horizontales. "Son signos escutiformes, porque tienen forma de escudos. Se han encontrado pinturas idénticas en cuevas muy alejadas, a más de 200 kilómetros de distancia. Para muchos investigadores son una fórmula gráfica de expresión simbólica compartida por las comunidades paleolíticas, totalmente incomprensible para nosotros hoy en día", lamenta Miguel.
El grupo sigue avanzando, se encuentra a pocos pasos de llegar al plato fuerte de la visita: el Panel Principal. 20 metros de pared completamente pintada y grabada que refleja el paso de distintas fases artísticas que se sucedieron durante al menos 11.000 años, en época de los periodos Magdaledienses, hace 25.000 años. Buen momento para repasar con los niños algunas de las lecciones aprendidas en el colegio.
El Panel Principal es totalmente irregular, lo que genera una mágica desproporción en las medidas de las figuras que pintaron nuestros ancestros. No se ve lo mismo si lo observas desde el lado derecho o izquierdo, de pie o agachado. Unas pinturas se superponen sobre otras aprovechando los relieves de la roca, las más recientes cubren a las más antiguas, algunas han sido repasadas por varias manos, mientras las menos afortunadas, apenas se imaginan.
Miguel saca de su bolsillo una segunda linterna y comienza un juego de luces que ayuda a centrar la mirada en las 12 figuras más reconocibles. El caballo, el animal más representado en el Paleolítico europeo, aparece en varias ocasiones. La cabeza de caballo es el más conocido y el que da fama a las cuevas. "Tiene un realismo casi fotográfico conseguido con muy pocos trazos. Hecho con carboncillo sobre la pared, no hay enmiendas ni errores. El que lo pintó lo tenía interiorizado y seguramente lo dibujaría bastante rápido", cuenta Miguel con cierto asombro.
Para dar con el segundo caballo, hay que ponerse de cuclillas. Solo así se percibe su delicado contorno en negro y su interior coloreado de varias intensidades de rojo. "Después de pintado, repasaron el contorno. No sabemos si ocurrió dos días o dos siglos después", dice Miguel como anécdota. "Eran caballos de pata corta, vientre abultado, cabeza grande y rayas en las patas. Se parecen a los salvajes Przewalski, que hoy se crían en cautividad, aunque estudios recientes confirman que no hay restos genéticos de los equinos prehistóricos en las razas actuales, así que se considera ya una raza extinguida al finalizar la última glaciación".
Miguel llama la atención sobre otro detalle importante: la perspectiva visual de las patas del caballo. Las cuatro patas no están colocadas de cualquier manera, sino en dos planos diferentes bien delimitados. "Es un dato a valorar, ya que la perspectiva visual es algo que después desaparece de las expresiones humanas durante siglos; y el sapiens que pintaba aquí ya tenía capacidad de poder expresarlo", destaca. Niños y mayores no pierden detalle de cada palabra que sale de la boca del guía.
El cuarto caballo es un auténtico reto para niños y mayores. Depende de la perspectiva desde donde lo mires, te parecerá una cosa u otra. Sometido a una gran distorsión por la irregularidad de la pared, desde el lado izquierdo la pintura parece un toro; de frente y de pie, es una especie de felino; desde la derecha, la figura se deforma tanto que deja de ser reconocible, mientras que desde abajo se ve perfectamente la forma de un caballo. "Cuanto más te acercas a la pared, peor se ve. El pintor tuvo que alejarse bastante de la pared para dibujar el boceto", explica el guía.
Algunas de las pinturas se encuentran a tres metros del suelo. Un metro más si consideramos el suelo prehistórico. Eso nos da pistas de cómo nuestros ancestros se organizaban para realizar las pinturas: "Los paleolíticos construían andamios de postes de madera ensamblados y se servían de entre 10 y 15 lámparas de piedra con grasa de tuétano para iluminar todo el Panel Principal. Era una actividad planificada y coordinada con esfuerzo colectivo". Junto a los caballos, también aparecen pinturas de renos, siendo la Cueva de Tito Bustillo "la que más representaciones de estos animales tiene de las 130 cuevas del norte de España".
De las 12 galerías con obras de arte rupestre que componen la cueva de Tito Bustillo solo dos están abiertas al público mayor de siete años. "Si quisiéramos llegar a todas las demás, necesitaríamos tener un buen equipo de espeleología y dedicar más de cuatro horas a trepar por repisas, arrastrarnos por gateras de 15 metros o bajar a pozos de gran profundidad", advierte Miguel, al tiempo que recuerda el fortuito descubrimiento de este lugar.
Ocurrió el 11 de abril de 1968, cuando un equipo de 10 jóvenes montañeros del grupo Torreblanca se coló por una sima vertical de 100 metros de longitud conocida como Pozu'l Ramu. Su descenso les llevó directamente al suelo virgen de la cueva. Ninguno de ellos era consciente de lo que acababan de encontrar hasta que los fogonazos de las lámparas de carbono que portaban desvelaron a su paso los dibujos en las paredes.
La primera sala la encontró Adolfo Inda y fue el Camarín de las Vulvas, con varios signos del sexo femenino dibujados sobre roca caliza relacionados con la fecundidad. El Panel Principal fue el segundo y lo descubrió Tito Bustillo, aunque esa no fue la razón por la que la cueva tomó su nombre. El joven ovetense falleció tres semanas después del descubrimiento en una expedición al Picu Gorrión, en Quirós. La cueva es su homenaje.
También descubrieron la Sala de los Antropomorfos, la más recóndita e inaccesible, y de las pocas que muestran una figura con rasgos humanos dibujada hace 36.000 años; la Galería de los Caballos, con grabados muy bien conservados y donde aparece un oso de las cavernas; y el Conjunto de la Ballena, de dos metros de ancho, muy relevante por ser un animal marino poco frecuente en el arte Paleolítico Superior. "Debió ser un animal que observaron varado en la playa y que entonces se encontraba entre cinco y siete kilómetros más adentro", cuenta Miguel.
Las réplicas de las galerías no accesibles pueden visitarse en el Centro de Arte Rupestre Tito Bustillo, a pocos metros de la cueva, donde también exponen los artilugios que utilizaron los jóvenes montañeros ese mes de abril de hace 51 años: cascos, lámparas de carbono, cuerdas y piolets. Todos los detalles del descubrimiento se cuentan aquí.
En las siguientes salas, se muestran más réplicas de objetos encontrados en el interior de las galerías, desde lámparas de piedra a piezas de arte mueble y joyas fabricadas con conchas y arpones que utilizaban para cazar y pescar. Incluso restos de animales prehistóricos. Uno de los objetos más importantes es la cabeza de cabra macho esculpida con todos los detalles en una asta de ciervo. "Todo apunta a que fue un colgante, pero poco se sabe de su significado", cuenta Verónica González, guía del centro. "Las piezas originales se guardan en el Museo Arqueológico de Oviedo", añade.
Bien como antesala a la visita de la cueva o como final de jornada, los talleres infantiles que organiza el Centro de Arte Rupestre son un buen plan para que los niños se empapen de Prehistoria al mismo tiempo que se divierten. Poco hace falta para animar a un niño a excavar como un arqueólogo, modelar pequeñas figuras de arte mueble o pringarse las manos de pintura para plasmar las palmas de sus manos en la pared, tal como hacían en el Paleolítico.
Los pequeños se quedan ensimismados cuando descubren cómo nuestros antepasados cosían las pieles que vestían con agujas hechas de hueso y cuerdas que obtenían de los tendones de los animales. Les encanta la parte en la que pueden tocar un arpón de hueso, una piedra de sílex, dura, maleable, con la que fabricaban armas y herramientas o los polvitos de colores que conseguían de los minerales para hacer sus dibujos. Aunque el mejor momento es cuando toca remangarse y desatan su faceta más artística en una pared, que en pocos minutos se llena de manitas de colores y siluetas de bisonte. El Panel Principal traído al siglo XXI.