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Un oso disecado sujetando una lámpara nos da la bienvenida. Estamos en la casa-museo de un ‘adorador’ del surrealismo llamado Salvador Dalí. El interior de la vivienda se ‘retuerce’ en laberínticos espacios y estrechos pasillos que nos conducen a salas sin salida y desniveles en el suelo. Recorrer sus habitaciones es como entrar en la mente del genio. Nos llaman la atención el piano negro de cola que el artista tocaba a sus invitados en su juventud; el “Cristo de los Escombros”, hecho de tejas y restos de barcas, o la cabina telefónica que recogió de la calle porque le llamó la atención.
La huella daliniana no deja de sorprendernos en los alrededores de la casa, y en la fachada, donde unos huevos gigantes presiden este lugar desde lo alto del tejado. Sin despertar del sueño, el silencio y la tranquilidad nos acompañan al pasear por el patio, al contemplar la piscina, el olivar y las jardineras con forma de taza con el toque inconfundible de Dalí. Visitar este lugar es una experiencia inolvidable que se queda grabada en la retina. Solo un consejo: no hay que olvidar pedir cita para entrar.