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Cuento en blanco y turquesa
A su aspecto de típico pueblo balear de casas blancas, destino natural para unas vacaciones relajantes, hay que añadir el plus de su tradición como productores de queso y calzado, que viste al pueblo de un look artesanal muy de cuento medieval. Sin embargo, en cuanto uno pone el pie en el término de Alaior y recorre sus calles, el aire de ensoñación se concreta en rincones y recursos reales. Por ejemplo, empezando por todo lo alto, también en lo geográfico, la iglesia de Santa Eulalia. Ella rompe con su mole de sillares el monopolio de las casas blancas de alrededor y nos da un discurso de arte que arranca en el XVII, ofreciéndonos la bella balaustrada de su fachada como púlpito de lujo para escuchar. Es la imagen que domina la silueta del pueblo, pero hay otras muchas para retener en la retina: el Parc Munt de l’Angel, cerca de allí, que nos sirve de mirador sibarita sobre el entorno verde; el palacio de Can Salort, una señorial seña de identidad de Alaior; la iglesia de San Diego, la ermita de Sant Pere Nou, y, en la práctica, todo el abanico cultural y patrimonial que nos ofrece su centro histórico.
Pero lo que en otro lugar sería más que suficiente, en Menorca es solo el aperitivo artístico de un menú que guarda sus platos fuertes en la línea de costa, entregado en playas como Son Bou, limpia, extensa y muy bien equipada, y en las paradisiacas calas de Coves y En Porter, dos rincones de baño rodeados de acantilados, donde el agua se conjuga en mil matices de turquesa. Es el ambiente de fábula de Alaior, que llega también hasta la orilla.