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Una carretera tupida y estrecha desciende prácticamente vacía hacia Santo Estevo de Ribas de Sil. Los kilómetros pasan lentamente entre curvas cerradas y protegidas por un túnel de árboles entrelazados. Cuando uno comienza a dudar de la existencia del punto de destino, la vegetación se abre y permite ver el monasterio benedictino, que empezó a fraguarse tantos siglos atrás. Como un regalo a la paciencia, las vistas imponentes del lugar invitan a continuar. El cenobio más grande de la Ribeira Sacra y uno de los más importantes de Galicia, Santo Estevo, guarecido por las montañas boscosas cercanas al río Sil, promete a sus huéspedes mucho más que un encuentro cara a cara con la historia de los eremitas que poblaron esta región desde la Edad Media. Ya desde lejos, parece contar con los ingredientes para componer un escenario habitado por brujas y duendes.
En la entrada principal, da la bienvenida un cementerio, que parecería totalmente desubicado si no fuera por el empaque que le otorga la proximidad de una de las joyas del conjunto cenobial: la iglesia. No hay que dejarse engañar por su fachada barroca, este templo dicen que es uno de los más bellos ejemplos del románico gallego. Tomo nota y dejo para una escapada nocturna, la iglesia no cierra hasta medianoche, el conocer la belleza del espacio religioso con sus naves y sus bóvedas nervadas.
Atravesando la puerta principal del parador aparece el primer claustro de los tres que hay en este parador. Se trata del Claustro dos Cabaleiros, de estilo renacentista, conocido con este nombre porque en sus celdas se alojaban antiguamente los nobles que visitaban el monasterio. Ahora, atravesándolo se encuentra la cafetería, con una terraza bien protegida por unas enormes cristaleras. Sus mesas bien direccionadas a la apertura de ese enorme patio bien pueden ser la primera parada para un descanso antes de soltar la maleta.
Pese a contar con 77 habitaciones –algunas de la primera planta con nombres de obispos; otras de la segunda, con nombres de reyes–, el monasterio está muy solicitado y hay que reservar con bastante antelación. Esto se debe no solo a sus encantos interiores, sino también a que es un buen punto de partida para conocer la comarca de la Ribeira Sacra ourensana. Por algo este monasterio terminó aglutinando más de 37 iglesias bajo su cargo, después de anexionarse los hermosos cenobios de Santa Cristina y de Pombeiro. Las habitaciones, incluso las más pequeñas, aún mantienen elementos que rememoran las rutinas de los monjes, aunque la mayor parte del cuarto ha sabido aprovechar los beneficios de una televisión, una cama cómoda y grande o un baño con una generosa alcachofa en la ducha.
A las ventanas de algunas habitaciones se asoma el bosque modesto, como si desconociera sus atractivos. Es imposible mirarlo y no querer salir a recorrerlo. Una vez fuera, entiendes por qué tantos monjes eligieron estas tierras para retirarse, estudiar o dedicarse a la oración. Los robles, castaños, abedules y laurales, algunos de hasta 250 años de antigüedad, se acogen en tres sendas diferentes para recorrer los alrededores que llegan hasta el Sil. Pero antes de emprender cualquiera de ellos, hay que parar en los antiguos hornos del convento, donde se hacía el pan. Están en el punto más alto de la colina de San Estevo, donde las leyendas hablan de ritos antiguos y la vegetación verdosa intenta devorar sin éxito las ruinas que aún se mantienen de pie.
Es en este punto, cuando llega la revelación: desde el amanecer hasta el atardecer, el monasterio entero conspira para atraparte en su recinto. Te agasaja con la magia que emana de su naturaleza frondosa y la paz del lugar. Si aún así eres de los que esquivan el sosiego que acarrea la espiritualidad del entorno, todavía le queda otra baza que jugar al Parador: su spa, ubicado en las antiguas bodegas. Otra oportunidad para olvidarse hasta del nombre de cada uno.
El alojamiento exhibe a cada momento la historia que atesoran sus estancias para cortejar a sus huéspedes, por si alguno decidiera eludir sus encantos. Por ejemplo, a la hora de comer o cenar, se puede acceder a uno de los lugares más impresionantes del monasterio: su restaurante 'Dos Abades'. Con 50 metros de largo y su bóveda de 14 metros de altura dejan al que entra boquiabierto. Casi nada en él evoca esas caballerizas para las que fue concebido el espacio y donde los monjes cuidaban a los animales que utilizaban para trabajar en el campo y para transportar el género que se producía en la comarca.
La mayoría de los viajeros que se acercan hasta la Ribeira Sacra entran en Santo Estevo. Por eso es maravilloso aprovechar las horas nocturnas para recorrer sus claustros cuando la ausencia de visitantes trae de vuelta el silencio. El Claustro dos Bispos, el más antiguo, tiene elementos románicos y del gótico flamígero. Hay que recorrer sus cuatro costados para descubrir la plenitud de su centro. Pero es el Claustro Do Viveiro, renacentista, el que atesora una de las anécdotas más curiosas de la vida monasterial. Toda la superficie de este patio estaba antiguamente ocupada por una fuente gigantesca en la que "se conservaban salmones, sábalos, lampreas, anguilas y truchas que se traían vivas de las pesqueras del Sil y del Miño", según cuenta una de las leyendas escritas en las paredes. Con este método, los monjes tenían pescado fresco durante todo el año.
"¿Cuántos religiosos llegaron a vivir aquí?", se pregunta uno mientras avanza de sala en sala. Dependiendo de la época, el número de monjes varía: va desde los 70 en su mejor momento a 7 u 8 en sus peores etapas, como cuando la peste negra causó estragos en Europa. Hasta el siglo XIX fue habitado por religiosos, un total de 30 cuando dejó de ser monasterio. Pensando en estas y otras curiosidades de los antiguos inquilinos, cuando te encuentras en la primera planta con una sala que promete acabar con la tristeza, el Salón Quitapesares, la curiosidad se despierta en un brinco. La que fuera la antigua enfermería dispone actualmente de una terraza para observar y sentir el bosque que se abre paso susurrando hasta los cañones del Sil. Buen lugar para dar la bienvenida al día o despedirte feliz de él con un "hasta mañana".