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Entre los monasterios cistercienses de la Edad Media más conocidos de Aragón: Veruela, Piedra y Rueda, este último es una de las mejores versiones, una comparación que admitiría con la mayoría de los cenobios de la orden del Císter en Europa. En su interior, todo lo que se ve trabajado en piedra arenisca es original, de la época. No hay copias. Lo que se ha perdido, perdido está. Y se nota, vaya si se nota.
Pero no solo impresiona por su rico patrimonio arquitectónico, histórico y cultural. Lo más atractivo de la visita es que, tal y como reza su lema, se transforma en una experiencia mágica que alimenta tu alma. El Gobierno de Aragón lo adquirió en los años 90 y, tras una importante puesta a punto, abrió sus puertas en 2003. Lo hizo de la mano de una hospedería del siglo XVII que hoy luce cuatro estrellas.
El conjunto, monasterio y hospedería, invita a una estancia reposada. El día se puede empezar desayunando en la plaza ajardinada de San Pedro, un regalo para los sentidos. La vista se recrea en el impresionante rosetón que se eleva sobre la puerta de entrada al templo y, como si fuera una prolongación del mismo, continúa por la torre.
¿Por qué recibió la denominación de Rueda? Es lo primero que apetece saber tras el desayuno. Si el día apunta a caluroso, es un buen momento para dar un paseo y acercarse a la noria y a su acueducto gótico. Constituyen un patrimonio hidráulico excepcional de la primera mitad del siglo XIII. Esta infraestructura tenía sentido porque justo al lado estaba -y sigue estando- el río Ebro, de caudal generoso, capaz de mover una noria de más de 16 metros. Es una de las más grandes de Europa y funciona a la perfección. Lo del nombre del monasterio ya va quedando claro.
Para hacerse una idea de sus dimensiones, cuando el río baja caudaloso y hay un salto de agua importante, en cada vuelta sus 112 cangilones vierten 2.200 litros. Agua corriente a discreción que se distribuía por una extensa red de canales subterráneos. Vaya lujo. El Ebro es muy protagonista en este paseo e invita a descubrir los meandros. Junto al esplendoroso cauce se produce el milagro paisajístico de ricas huertas que contrastan con montes rojizos, pardos y ocres. Parte de la mañana puede dedicarse a conocer el entorno.
De regreso al recinto monacal apetece una parada en la terraza de las rosas, cuando el sol todavía no cae de lleno. La visita a la hospedería la hacemos junto a su directora, Marina Acero. No lleva mucho tiempo en el puesto, pero tiene claro lo que buscan y encuentran los clientes: descanso, relax, tranquilidad, olvidarse de las prisas, recargar pilas, encontrar la paz interior... Es lo que a ella le cuentan y lo que enseguida se percibe. Las puertas y los ventanales de madera del siglo XVII; las pinturas y murales de las paredes; el silencio como música de fondo, tan solo perturbado por el trino de los pájaros al abrir alguna ventana…
La hospedería tiene 35 habitaciones y cuatro suites situadas en el antiguo palacio abacial del Real Monasterio de Nuestra Señora de Rueda. Dos miran a la plaza de San Pedro. Al mostrarlas, Marina pone el acento en que “se ha querido conservar el aire y el aspecto monacal”. Esa es la sensación, que se ha trabajado con criterios de excelencia y no de cantidad.
A las antiguas celdas de los monjes se accede por una galería herreriana. Allí están las habitaciones dobles con vistas al río y a la noria. No se ve el monasterio, pero tienen otros alicientes: despertar con el canto de las aves y la brisa que llega del Ebro. En este recorrido llaman la atención tres rincones: la sala de la capilla, en las antiguas estancias del abad; la biblioteca, con unas vistas privilegiadas al atardecer, y la bodega con sus grandes toneles de vino. Los monjes cistercienses fueron pioneros en el cultivo de la vid. La Regla de San Benito, que establecía lo que podían y no podían hacer, les permitía beber vino y, por el tamaño de las cubas, debieron elaborar mucho.
Hasta final de año se puede ver en la hospedería la exposición Message in a Bottle, de Anja Roemer. Esta artista muestra piezas increíbles de alabastro alrededor del ciclo del agua. El suyo es un mensaje comprometido que sirve como llamada de atención para darnos cuenta del daño que estamos haciendo a nuestros ríos y océanos.
La directora de la hospedería nos presenta a Sergio Tello, el jefe de cocina del restaurante. Es de Andorra (Teruel), un pueblo cercano, así que conoce bien los productos de la zona como los quesos de Samper de Calanda, el aceite de oliva del Bajo Aragón y el jamón de Teruel. Es la hora de comer y a ello vamos. El menú degustación del Abad (40 euros) es su propuesta estrella. Es larga pero se hace corta disfrutándola en la galería, acristalada y climatizada, con vistas a la plaza de San Pedro. Otro lujo.
El menú que se ofrece en estos momentos incluye una sopa fría de melón y crujientes de jamón de bienvenida. El festín continúa con dos aperitivos -lasaña de tomate con bacalao confitado a baja temperatura y verduras en tempura-; dos entrantes -chipirón con pisto de verduras y esfera de hojaldre rellena de merluza y gambas al gratén de rulo de cabra-, y el principal, a elegir entre lomo de bacalao a baja temperatura con tomate cassé, avellanas y almendras, o pierna de cordero rellena y presa de cerdo, ravioli de calabacín y queso con terciopelo de pera. Como colofón laminero, tarta de queso de la casa.
Semejante despliegue culinario invita al reposo antes de acudir a la siguiente cita: la visita al monasterio medieval. Se puede hacer de mañana y de tarde, pero la guía Teresa Bernués se queda con los detalles de la luz del sol cuando avanza hacia el ocaso. Parece bastante recogido, pero todo el recinto ocupa cinco hectáreas. Tiene la consideración de real porque fue el rey Alfonso II quien regaló la villa de Escatrón y las tierras del entorno a unos monjes del sur de Francia que pertenecían al Císter. “Era una zona fronteriza recién conquistada a los musulmanes y uno de los medios para asegurar la paz era fundar monasterios”, comenta Teresa.
A su alrededor se creó una gran comunidad laboral con mano de obra cristiana de los pueblos de la zona. Eso explica que Rueda sea el único monasterio cisterciense con huella mudéjar. La impronta del Bajo Aragón turolense se plasmó en el siglo XIV en una torre que rompe con los criterios de horizontalidad y nula ostentosidad constructiva de la orden. En su interior, todo es más grande de lo que parece desde fuera, especialmente el templo, austero y humilde. Ningún detalle tenía que distraer a los monjes de la oración. Por supuesto, no hay vidrieras de colores. “El alabastro y la luz blanca que proyecta era la mejor forma de representar a Dios”, relata la guía.
Los monjes rezaban ocho veces al día -el primero el de maitines, a las tres de la mañana-, así que una escalera con este nombre comunicaba el dormitorio con el templo. Llama la atención que había muchas ventanas para que la luz no invitase a un sueño profundo. La sala capitular es una de las más bonitas. Allí se celebraban las asambleas de monjes y las ceremonias especiales. En ella también se enterraba a los abades del monasterio.
Justo al lado está la biblioteca con sus pequeños lujos: estar cerca del calefactorio y tener pinturas murales para hacer más llevadera la estancia. “El color original era verde, que relaja la vista, pero se perdió en un incendio y luego se utilizó el rojo”, recuerda Teresa. En el comedor, el detalle más interesante es una escalera construida con un ingenioso sistema de arcadas. En España solo hay otra parecida en el monasterio de Santa María de Huerta, en Soria. Una gran obra de ingeniería.
Un paseo por el claustro, con la luz de tarde trazando pinceladas rojizas en la torre mudéjar, es la foto que queda grabada en la retina. Pero antes de que el sol se oculte hay otra postal que merece la pena contemplar. Para ello hay que coger el coche y dirigirse a Sástago. La carretera serpentea y no se puede ir rápido. Enseguida aparece en el descenso el desvío a la Torre del Tambor. Se levantó durante las guerras carlistas y por una escalera de caracol se accede a la terraza superior. Desde allí se contempla el cuadro completo: el pueblo, el bonito puente de Sástago con sus tres arcos de hormigón armado y los meandros del Ebro.
La escena, en el momento de la puesta de sol, es mágica. Un bonito colofón para una visita que se puede hacer en el día, pero lo recomendable es un fin de semana y, si se alarga siete días, seguramente uno saldrá con las pilas recargadas y reconciliado consigo mismo y con el mundo.