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Cuando el abuelo de Marga Roselló abrió su propia carnicería en su pueblo de Ibiza, Sant Antoni, es muy probable que ni pensara en cómo su único hijo, y la familia de este, terminarían vinculados a la dehesa extremeña. “Mi padre entró pronto a trabajar con mi abuelo, pero mi padre es una persona muy inquieta”, explica Marga de su progenitor, Simón Roselló, que como buen emprendedor está siempre tramando ideas nuevas sin miedo a correr riesgos. Tras más de 60 años en el negocio cárnico, en Ibiza distribuyen carne a restaurantes y hoteles, decidió comprar una finca para tener su propio ganado en 2007. Y así llegó hasta esta finca, en el municipio de Valverde del Fresno, en plena Sierra de Gata.
Un camino sin asfaltar de unos cuatro kilómetros, atravesando olivares, separan el hotel del resto del mundo. Nada más llegar impresiona la construcción, que aprovechó parte de la original para erguirse ahora en comunión con el entorno. Sin embargo, ni los ventanales del porche, ni la elegancia que otorgan los colores terrosos, pueden competir con el paisaje que lo envuelve todo. Una charca al fondo presidida por la inmensidad de un alcornoque arrastra un silencio solo roto por el canto de los pájaros y el bisbiseo de un viento suave.
La finca, que se tarda en bordear caminando unas dos horas, tiene unos 8.000 olivos. El primer paso que dio la familia Roselló tras comprar estas tierras fue la recuperación ecológica del olivar con la ayuda del ingeniero agrónomo Iván Payo. Abonan con el estiércol de la vacas, limpian con el pastoreo de ovejas y usan fitosanitarios sin químicos, para garantizar un aceite de la mejor calidad extraído de la manzanilla cacereña. Poco tardaron en pensar en hacer una almazara que garantizara la comercialización del producto; que sale de aquí hacia la tienda gourmet de Ibiza, una distribuidora de Cáceres y otra en Madrid. El resto, de los 8.000 litros aproximados de producción, dependiendo del año, se queda para los huéspedes que además a partir de octubre y durante dos meses pueden ver todo el proceso de recogida, la extracción del aceite e, incluso, participar de una cata para valorar el producto.
La primavera ha salpicado de flores la alfombra que se extiende verde y soberbia bajo encinas y olivos. Algunas reses, de las casi 300 cabezas que hay en la finca, pastan tranquilas ignorando los ojos inquisidores que buscan su diferencia. “Cuando compramos la finca aquí había unas setentas vacas retintas”, inicia esta historia Marga para explicar cómo su padre buscó un plus para esta carne. “Pensó en hacer un cruce con el wagyu y compró dos sementales en Alemania -los señala mientras lo cuenta- con la vaca retinta de la zona y, de ahí, salió el retwagyu”. Una variedad de reses únicas, cuya carne “nos pareció espectacular”, asegura la dueña. “El wagyu aporta esa grasa infiltrada, ese marmoleado, que la hace una carne diferente” y que se puede degustar en el restaurante del hotel (Recomendado Guía Repsol).
A Marga le gusta, por encima de todo, la cría del ganado, el olivar, las ovejas, el campo… Y se nota en cada explicación. “Aprovechando que estamos en esta dehesa también hacemos montanera de cerdo ibérico”, afirma paseando por la finca. “¡Eso es chulísimo! Yo siempre le digo a la gente que venga en octubre porque está todo en auge: el olivar con la almazara funcionando, los cerdos por aquí corriendo…”, se ríe mirando hacia las praderas que ya ahora se muestran exuberante. Con esos cerdos alimentados con bellotas, hacen embutidos y jamones que se pueden saborear en el desayuno.
La última parte de este proyecto, casi como si no tuviera importancia teniéndola toda para aquel que llega a disfrutar de la finca, es el hotel rural. La obra arrancó poco antes de la pandemia y, como les pasó a tantos otros, hubo que esperar a que todo se tranquilizara. “Son 12 habitaciones, cada una con el nombre de un árbol o un arbusto, y quisimos utilizar material noble o de la zona para integrarlo todo respetando el sitio en el que estamos”, asegura señalando el granito o la madera que proliferan en la construcción. Y con un toque ibicenco, el esparto, un elemento natural que no desentona con el entorno.
Una vez dentro del alojamiento, Marga insiste en que no hay nada que llame excesivamente la atención “porque lo que queremos es darle valor a la dehesa”. Y es verdad que los colores neutros convierten el interior de ‘Hábitat Cigüeña Negra’ en una oda a la sencillez, donde cada detalle invita a la relajación y el descanso. En la sala común de la parte baja, los sofás gigantes y mullidos abrazan sin reparos para que goces la chimenea en invierno; o los enormes ventanales que dejan entrar la luz a raudales en primavera.
En las habitaciones, la simplicidad del cabecero de lino hecho en madera de fresno o los apliques de las luces de ratán contrastan con la originalidad de las mesillas, un tronco de encina, la encimera de olivo sobre la que reposan los lavabos de piedra de los baños o los grifos de bronce cepillado. Cualquiera de las vistas de los cuartos le recuerdan a uno constantemente en donde está y todo el descanso se vuelve olivar, aguas tranquilas o encinas.
La piscina para el verano, con una barra redonda alrededor de un alcornoque, o los baños árabes para cualquier momento son la guinda del pastel a este remanso de paz. El hamman, casi escondido bajo la piscina, dispone de todo tipo de tratamientos para olvidarse del mundo entero y centrarse única y exclusivamente en uno mismo.
Si la dehesa a estas alturas ya ha entrado por los ojos, por el olfato, el oído y se ha sentido en la piel, en el restaurante uno puede saborearla con encanto gracias a los chefs Jorge Ramajo y Diego Carrero. El producto de la zona y de temporada se trata con respeto y aparente sencillez en unos platos que sumergen al comensal por las aguas dulces y tranquilas con sus tencas fritas escabechadas; lo pasean por la tierra fértil con sus alcachofas y puerros o le muestran el sabor del olivar con el AOVE de Cigüeña Negra. Pero, sin lugar a dudas, la estrella del menú es el mejor corte del retwaygu, el entrecote a la brasa, según explica el propio chef Ramajo.
Jorge y Diego se conocieron trabajando en Íkaro (2 Soles Guía Repsol) después de haber recorrido buena parte de la cocinas del norte y ahora deciden juntos el menú de cada temporada para Cigüeña Negra mientras se sienten afortunados por el entorno de sus fogones. “Aprovechamos al máximo los productos de la zona y ahora hemos plantado un huerto”, cuenta Jorge con entusiasmo y soñando con lo que sacarán del cultivo propio.
El restaurante no es exclusivo de los clientes del hotel, por lo que suele ser un lleno total los fines de semana con comensales llegados de toda la provincia. El éxito se lo han ganado. Entre plato y plato, desde la cocina, expuesta a través de un ventanal, llega el buen rollo con risas comedidas que se respira dentro. Casa con ese equipo joven y amable que ha buscado Marga para cada área de la finca.
Cuando la noche empieza a asomar sus patitas y la tarde de primavera se resiste a llegar a su fin, las ranas croan desde la charca en una extraña competición con los grillos y, si el cielo está despejado, las estrellas forman la bóveda perfecta recordándole a uno el lugar en el que está. Ese sitio del que no te quieres marchar. La finca entera parece confabular para convencerte al menos de que, una vez en casa, dejes siempre la maleta hecha. Lista para regresar.