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Un Mario Vallés siempre risueño y de carcajada fácil desgrana las vueltas de su vida y la singularidad de sus platos como si tuviera todo el tiempo del mundo. Sin embargo, entre 'Hortensio' y 'Narciso', los dos restaurantes que gestiona en el barrio de Chamberí, pocos minutos más le puede raspar al día. Está pletórico, le acaban de conceder 1 Sol Repsol a 'Hortensio' y estrena nueva carta con un producto que le apasiona: la liebre.
"Nuestra cocina es un guiño al clasicismo francés, a una cocina trabajada y exquisita donde se reivindican platos olvidados o en desuso. Y la liebre es uno de ellos", explica el chef colombiano, cuya formación como cocinero le ha llevado a trabajar en restaurantes de ciudadades como Grenoble, Lyon, París y Londres.
El menú de liebre es todo un homenaje a los amantes de este tipo de carne y una prueba más de los esfuerzos de Vallés por resucitar recetas de otros siglos aprovechando las técnicas modernas. Lo sirven en tres servicios: el primero consiste en un tartar hecho con el lomo del animal, cortado muy fino y marinado con diferentes salsas y aceites, un poco de lima y sorbete de yuzu. "Es muy refrescante", asegura Mario. Después, un civet desmenuzado elaborado con la espalda del conejo "marinado durante 24 horas en vino tinto y varias especias, confitado durante otras 24 horas y cocinado después a baja temperatura".
Y por último, el plato rey: la royal. "Es la carne de las piernitas, totalmente desnervadas, cocidas durante 16 horas a muy baja temperatura con foie, trufa, setas de temporada y un jugo hecho con los huesos de la liebre. Se le acompaña con un poco de boniato para conseguir el contraste dulce y unas láminas de trufa", explica el colombiano. Luis González, maître y mano derecha de Mario Vallés, coloca junto a este plato una hoja con un extracto del libro El Goloso.
El texto narra una anécdota de principios de los años 50 en París, cuando la conocida escritora Sidonie Gabrielle Colette celebró su cumpleaños con dos maneras muy diferentes de cocinar la liebre: la Pietovina, que lleva chalotas y ajo; y la Perigordina, hecha con trufas y foie. "Nuestra liebre es una mezcla de las dos", aclara Mario, al tiempo que recuerda que su gastronomía siempre tiene algo que contar al comensal.
Entre plato y plato, una sala chiquita pero acogedora de nueve mesas y con una luz muy tenue invita a una conversación pausada, sin prisas. Sobre la mesa, una vajilla colombiana con diferentes aves de colores llama la atención de cualquier comensal. Son pocos los que se resisten a la tentación de darle la vuelta y buscar respuestas.
Las paredes de ladrillo visto, en las que aún se pueden ver las antiguas rozas de los cables, contrastan con la luz que emana de la cocina abierta y donde los cocineros finalizan cuidadosamente cada emplatado. La sobriedad se transmite incluso al mobiliario donde prevalecen los grises. Aunque, de vez en cuando –una aquí y otra allí– se cuela una silla verde como si quisiera recordarnos otros detalles de la cocina de la casa. "Mis platos son muy marrones aunque siempre intento meter algo de color", apunta Mario entre risas.
Es lo que ocurre con el foie fresco que caramelizan en sauté –un recipiente mitad sartén, mitad cazuela– acompañado de láminas muy finas de remolacha en crudo y una bolita de azúcar isomalt rellena de mousse de remolacha. Su color fucsia intenso se lleva visualmente todo el protagonismo del plato. "Aunque nuestra cocina es clásica en muchos aspectos, también nos gusta meter algún guiño a la nueva cocina con este tipo de elaboraciones", puntualiza.
El último postre de limón que ha entrado en la carta es otro buen ejemplo: un bocado dulce que preparan con una genovesa con crema del fruto, un limón relleno de fondue de azúcar y un sorbete de lima y jengibre sobre una base de crumble. "Es nuestro homenaje a un postre que elabora Cedric Grolet –un maestro de la nueva repostería francesa– en el que envuelve una ganache en un limón. Es un postre muy simpático", explica Mario.
Mario no soñaba de pequeño con ser cocinero. Su padre era profesor de judo y con cinco años ya dominaba las máximas de este arte marcial. A los 15 años comenzó a competir a nivel nacional y después dio el salto a la competición olímpica, lo que le permitió viajar por todo el mundo, conocer otras culturas y, por supuesto, otras cocinas. “El judo fue el inicio de mi pasión por la gastronomía", asegura.
Todo empezó en el año 2000, cuando el colombiano no logró clasificarse para las Olimpiadas de Sídney. “Por aquella época estaba en Madrid y me fui al INEM”, recuerda. “Allí me apunté a un curso de repostería, y el profesor me animó a estudiar cocina”. Ya para las Olimpiadas de Atenas, Mario compaginaba sus estudios culinarios con el deporte hasta que en 2008 dejó definitivamente las artes marciales para volcarse de lleno en su nueva vocación: ser cocinero. “Cuando estuve en Pamplona trabajando, Koldo Rodero me aupó mucho. Él me decía: Mario, avanza, lánzate porque creo que tienes madera para hacerlo. Me asesoró mucho en el negocio y gracias a él me animé a abrir Hortensio, mi primer proyecto personal".
De su vida como deportista de élite ha heredado la rigurosidad y la disciplina, dos cualidades que ahora defiende ante los fogones con platos como el salmonete, al que dedican muchas horas de desespinado. "Lo cocinamos a baja temperatura durante 10 minutos para que quede jugoso y lo terminamos en el horno antes de servirlo", cuenta el chef. En la base, un cremoso de bogavante le añade una potencia de sabor que nos sumerge directamente en el Mediterráneo.
Desde la cocina llega un agradable olor a romero. Mario termina de ahumar uno de los platos que elaboran con base de tupinambos, setas de temporada y crujiente de manitas de cerdo deshuesadas, justo antes de colocarle la campana. Será el propio comensal el que la descubra y se impregne de ese aroma a monte. Junto a él, otro cocinero prepara una ensalada de mole verde con láminas de calabaza, aceite de oliva, brócoli y palmitos, un ingrediente popular en Latinoamérica, y que Mario introduce en el plato como recuerdo a sus orígenes al otro lado del charco.
Las alcachofas de Benicarló confitadas sobre un cremoso de la hortaliza, con tempura hecha con las hojas más tiernas y una yema de huevo son un clásico en 'Hortensio'. Lo mismo que el pichón de Mont Royal, en el que por una parte se presenta el muslo confitado y por otra la pechuga deshuesada y braseada, acompañado de cremoso de patata, unos puntitos de mole tradicional y su propio jugo servido en una cazuelita de cobre. Otro detalle que se suma a los muchos que tiene en cuenta el colombiano para que todo brille en la sala y el servicio con la misma intensidad que lo hace su cocina. Y, sin aparentes dificultades, parece que lo consigue.