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Cuando Franchesko Vera inició su andadura profesional, no imaginaba que las relaciones sociales y el cara a cara iban incluidos en el pack de cocinero con restaurante propio. “Yo cocino, la gente come y a otra cosa”, pensaba. Pero no. Hoy en día la visibilidad cuenta, sobre todo en un restaurante gastronómico como ‘Gamberro’.
Esta lección la ha interiorizado. Franchesko sigue siendo tímido y reservado, pero ha evolucionado. A sus 31 años ya ha pasado 15 de ellos entre fogones. Ha madurado y se ha hecho más visible. No es que se haya ido al otro extremo, pero ahora se pasea por la sala, explica cosas y termina algún plato delante del cliente.
De alguna forma, su trayectoria y la de ‘Gamberro’ son como dos historias paralelas que podrían resumirse así: los inicios ilusionantes y la vitalidad en la cocina llevada al extremo; el aprendizaje para la búsqueda de la consolidación y la madurez actual.
Para entender lo que es este restaurante hoy en día, hay algunos detalles previos que ayudan. Antes de que echase a andar hace siete años, su alma mater había visitado unas cuantas cocinas de España y del mundo. Fueron la escuela por la que este chef nunca pasó. Lo intentó con el grado medio de cocina, pero cuando supo que tenía que aprobar Inglés -entre otras asignaturas que no estaban relacionadas con los fogones- se le hizo un mundo. “No es que fuese mal estudiante -confiesa-, es que solo me gustaba cocinar”.
La motivación siempre la ha tenido en la cabeza, en las recetas que preparaba de niño mientras su madre trabajaba; en su interés por ver a Arguiñano en la tele en lugar de dibujos animados, o en el detalle de que “comía de todo y pronto empecé a tener criterio”.
Su vida cambió cuando conoció a Flor García. Es la otra pata de ‘Gamberro’. Durante mucho tiempo cocinaron juntos, pero en esta última etapa han decidido que ella salga a la sala. Y se nota. Vaya si se nota. En el comedor es una extensión-proyección de Franchesko. Ningún plato sale sin su visto bueno. Conoce al milímetro cada receta y tiene el don de transmitir, algo que delante del cliente es mucho más que una buena noticia. Son detalles que suman y que han contribuido a dulcificar la imagen del restaurante y de su compañero.
Flor le dio el empujón. “Si te sientes limitado, que tu creatividad no da más de sí trabajando para otros, monta tu propio negocio”. Esta fue la chispa que encendió la mecha. Ese día nació ‘Gamberro’. El nombre se lo ofreció en bandeja un periodista al sugerirle que “en Zaragoza necesitamos más cocineros gamberros como tú”. Aquella primera cocina era potencia sin control, un Ferrari con frenos de Seat Panda. O me adoras o me odias. No había término medio.
En el primer local, a Franchesko le dio por evocar sus recuerdos de niñez y adolescencia: los bocadillos de corazones de pollo que comía en Ceuta cuando visitaba a su familia, o las crestas de gallo y las escarbaderas de sus viajes a Galicia. También había lenguas de pato y de vaca y algunos clientes todavía recuerdan un chili crab incomible de lo que picaba.
Hoy apenas hay un detalle de casquería en el menú gastronómico -sesos en tempura de maíz nixtamalizado y alioli de perejil-, pero los sesos son una seña de identidad casi desde los inicios. Como el menú es cerrado y a ciegas, este bocado aparece discretamente entre los aperitivos dejando una impronta de intenso sabor. Raro es que vuelva a la cocina.
En la segunda etapa de ‘Gamberro’ en el popular Tubo, la casquería siguió presente. La creatividad de este chef le hizo un hueco a la improvisación. En el menú largo, el Extreme, llegó a preparar un tartar de carabinero y sesos. El proyecto no se entendió y no cuajó. Seguramente no eran el lugar ni el momento. Probablemente tampoco lo era el mes de febrero de hace dos años. Fue entonces, tres semanas antes de la declaración del estado de alarma, cuando se inició la tercera andadura -la de la madurez- en el local actual.
La evolución ha sido grande, pero en este tiempo no han cambiado los pilares sobre los que se asienta el recetario de este chef: producto, técnica y concepto. Le gusta trabajar ingredientes de temporada; lo mismo se adapta a un guiso que a la brasa de un kamado o a la cocina a baja temperatura y, finalmente, tiene una idea clara de lo que quiere transmitir.
A la mesa, esto último se traduce en cocinar más fino y en ser estricto con las cocciones y los puntos; en eliminar detalles superfluos del plato y buscar la esencia. Y todo ello potenciando la creatividad de la vajilla y el menaje. De alguna forma, ‘Gamberro’ se ha refinado. Tal vez, si fuese más bonito lo que se muestra, no estaría tan bueno. Este parece ser su lema. Una desnudez que se refleja en opiniones como la de Flor: “Me gusta más una mesa sin mantel a que esté un poco sucio por un descuido o el propio uso”.
Dicho esto, el menú de 14 pases busca sorprender. Va in crescendo. Invita al diálogo y a preguntar: “¿Qué será lo siguiente? Ayudan detalles como un joyero o una lámpara que hacen de vajilla, o el colorido y la luz de algunas presentaciones. Son como el contrapunto al deseo de diseccionar y exprimir al máximo el producto buscando la sencillez. Franchesko es un cocinero inquieto al que le gusta crear platos, luego delega su ejecución y se centra en otra cosa. Así ha sido a lo largo de su trayectoria. Por eso cambia tanto el menú. No de golpe, pero continuamente hay novedades.
Sin embargo, en la parte inicial, en los aperitivos, tiene problemas para eliminar según qué propuestas. Siempre aparece una croqueta. Le tiene mucho respeto a esta fritura que casi entiende como una carta de presentación. “Si está buena, probablemente lo demás sea de fiar”. Es su reflexión y la que piensa que hacen muchos comensales.
El secreto de la oliva de mejillones en escabeche está en un molde muy bien diseñado. Pero no solo eso. Como vinagrillo para abrir el apetito es un acierto. Los snacks crecen en intensidad cuando aparecen el colorido tartar de ventresca de lubina y guacamole, y un bocado del que no puede prescindir: brioche, lomo de vaca y salsa XO. Tiene tanto éxito que hay clientes asiduos que se lo piden para sus celebraciones.
Llega el momento de la cuchara y el plato hondo. Toca cambiar el paso. De la declaración de intenciones de los aperitivos a la búsqueda más decidida de contrastes de sabores, texturas y colores. La anguila ahumada y la manzana casan a la perfección con el punto amontillado del ajoblanco. Y la panceta de Teruel caramelizada queda estupenda al estilo de la cocina china cantonesa. En este caso, el contrapunto lo ponen varios encurtidos.
La cuchara regresa para degustar la crema de champiñones y su carpaccio aliñado. No puede haber mejor compañía para esta receta que la burrata trufada. Es tiempo de tuber melanosporum y se agradece que aparezca tan bien trabajada.
Con la aparición del pescado y la carne hay más detalles de interés. Desde hace seis años, en la cocina de ‘Gamberro’ hay un kamado japonés y en esta singular barbacoa se prepara la lubina salvaje. Franchesko la suele cocinar con su propia grasa -de nuevo la idea de transmitir que todo se puede aprovechar y que nada sobra-, aunque en este menú utiliza mantequilla de coliflor y un toque de regaliz.
En lo estético y en lo culinario, el pichón templado tal vez es la receta que mejor describe la esencia gamberra del restaurante: una explosión de sabores alrededor de un guiso al butter tikka massala, ramen y aire de café de avellana.
Tres llamativos postres en forma de helados de leche de cabra a la brasa; de donut, maíz y mole de cacahuete, junto a una versión de la popular lemon pie completan la degustación. Pero no ha concluido. Queda el detalle final en forma de petit four. La luz del comedor se atenúa y, sobre una rosa iluminada, aparece la pasión en forma de chocolate.
Flor y Francheko son las sólidas bases sobre las que se asienta ‘Gamberro’, pero hay más: Alex, Alodia, Pablo, Sergio... y los patitos de goma que tanto le gustan al chef. Son un recuerdo de su adolescencia, que ya mostró en el pasaplatos del primer restaurante. Desde entonces, los clientes y amigos han completado la colección, que no deja de crecer.