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Conozco todos los trucos posibles, el uso de concentrados artifiales y naturales, sobre todo el de sofreír las cáscaras achicharradas de marisco para ahorrar en pescado, la incorporación de algún espirituoso ardiente, o el de una salsa de tomate excesivamente especiada para ocultarlo todo como si nada...
Pensarás que soy un mamotreto de esos que tienen fijación con la sopa materna, o con la de la difunta abuela, pero nada más lejos, pues en mi casa nunca pasaron de un siete y medio y, por mucho que se han esforzado, no han llegado a erigir lo que constituye para mi el canon de las sopas. Tampoco soy un chauvinista cerrado, no te lo vayas a creer: he disfrutado de maravillosas bullabesas en Marsella, de esas que se sirven en tres servicios o disfruto como un cocodrilo con otra de mis favoritas que me la hace un amigo tailandés. Etc.
No soy capaz de decir cuántas sopas de pescado del mundo he comido. Las he disfrutado en restaurantes del más alto copete y en hogueras de playas del fin del mundo, en bares de carretera, en París, en Ondarroa y en San Petesburgo. Y sólo sé que no sé nada: no hay una igual a otra.
También pienso que cuando la sopa de pescado se hace en casa, es uno de los platos que más exigen de la inteligencia y de la economía de movimientos pues, si te descuidas, acabas ensuciando todos los chinos que hay en casa, pasapurés, sartenes, cacerolas, fogones o placas de inducción. Es uno de los platos que más savoir faire exigen, con diferencia al resto de las sopas y cocidos de origen humilde. Si hasta ahora no has aprendido a hacerla, es mejor que no te pongas, que ni lo intentes siquiera, pues lo vas a poner todo perdido y te va a salir más cara la limpieza que los caracoles. A no ser que te propongas aprender de una vez para siempre, claro. En ese caso te puedo echar una mano.
Por el ajetreo de la vida, hace tiempo que dejé de frecuentar una casa que tengo en alta estima, perdiendo de ese modo mi sopa. Así que volví al restaurante Arroenia el pasado domingo. Está donde siempre, un poco más adelante que la iglesia de Behobie, en el lado francés de la frontera con Irun, a un kilómetro del río Bidasoa. Esta parte del mundo ha sido siempre nido de contrabandistas a ambos lados del río, donde todavía viejetes que fuman Gitanes o Gauloises sin filtro y visten boina, te pueden contar cómo se pasaba champán, foie gras, medias de seda o puntillas en la posguerra. También hilo de cobre, televisores, vacas, zapatos, motocicletas... lo que fuera. Ahora el tráfico es de sur a norte, con gente que viene desde Burdeos y más allá en autobuses: cigarrillos, gasolina y, sobre todo, Ricard, mucho Ricard. Podríamos decir que estamos en una concurrida Tijuana muy barojiana.
Ahí es donde Jakes Zamora tiene su restaurante desde que tuvo que abandonar el inolvidable Ikaztegia de Hendaya. Lo conozco hace más de 25 años, y aunque en este tiempo él ha evolucionado hacia la parte bandida de su abuelo José, he de reconocer que la suya ha sido una carrera ejemplar, de las de sudor, lágrimas, insistencia y mérito propio: ha levantado con sus propias manos, in stricto sensu, su precioso restaurante donde ofrece una cocina, digamos, clásica, en la que la base es la parrilla, con chuletas, chipirones y pescado asado.
La cuestión es que Jakes ofrece siempre una sopa de pescado igual a la última que comiste en su restuarante o a la que probaste por primera vez hace 25 años o repetiste hace 10, 12 ó 15 años. O el mes pasado. Pero digo mal, no es que sea igual, es que es la misma, milagrosamente.
Es una sopa consistente, plena de verdura y pescado, con su aroma lejano a hinojo, ilustrada de almejas y servida en puchero de barro en compañía de pan frito a capricho, de ese que o lo tomas, o lo dejas. La base es el fumet de pescado a base de verduras y pescados de roca que le surte su primo Peio, de la pescadería Ona de Hendaya: salmonetes, cabras, congrios... Por otro lado se incorporan las gambas flambeadas con cognac y la merluza, dejándolo todo en un largo y leve hervor para, finalmente, acabar añadiendo las almejas. 11 euros es lo que cuesta.
Es una sopa que no miente, que no lleva publicidad ni estruendo, que ni siquiera figura entre las especialidades de la carta, donde, por ejemplo, el ridículo nombre de “merlu a l’espagnole” para referirse a una merluza a la donostiarra ofende más que sorprende.
Pero volvamos a la sopa: es untuosa, sinfónica, redonda, plena, contundente, verdadera, nutritiva... Para mí, canónica. Puestos a pensar, no la puedo comparar con ninguna otra pues ninguna que recuerde se le arrima siquiera. Y es que las cosas son como son, sobre todo si hablamos de la sopa.