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Apenas el calendario indica que hemos inaugurado el último mes del año, las calles de la sevillana localidad de Utrera se engalanan para dar la bienvenida a la Navidad. Unas fechas en las que la tradición dulcera de sus habitantes, presente desde siglos atrás y alimentada de enero a diciembre, se acentúa aún más si cabe.
Esto lo viven de primera mano en Diego Vázquez, la panadería-dulcería más antigua del pueblo. Abierta desde 1880 por José Romero Espejo, hoy es la quinta generación de la misma familia, representada en sus tataranietos, los hermanos Vázquez —Diego José y José Diego—, la que continúa haciendo posible que la localidad hispalense sea conquistada por los aromas a anís y a matalauva llegada esta temporada.
Unos olores que nos abrazan en cuanto atravesamos las puertas de su obrador, ubicado en la antigua casa familiar. Allí, entre amasadoras, mesas de trabajo y hornos, la elaboración de panes y dulces es incesante. No muy lejos, en un local en plena Plaza del Altozano —o lo que es lo mismo, en el corazón de Utrera—, se halla la tienda. El trasiego de clientes que entran y salen de ella es constante y la actividad, frenética. Sin embargo, hay un producto que recibe todas las atenciones: los bollos de aceite expuestos en una gran fuente hace saber a todo el mundo que, sin lugar a dudas, ya está aquí la Navidad.
“Las monjas clarisas son las más dulceras y aquí en Utrera aparecen en 1507-1512 mediante una donación de Don Diego Ponce de León, cuñado del Duque de Arcos”, nos comenta, mientras nos hacemos hueco en un lado del mostrador, Diego Vázquez padre, quien, aunque ya colgó el delantal hace años, sigue siendo parte importantísima del espíritu que representa al negocio familiar. “Se hizo el convento para 12 monjas pobres y bien nacidas: habían sido ricas de noble cuna y ya no tenían dinero. Y ahí, con ellas, estuvo mi bisabuelo, que trabajó de panadero y dulcero a finales del siglo XIX en el convento”, añade nuestro anfitrión. Y, acto seguido, nos desvela una curiosa anécdota: “A mi bisabuelo le tocó ir a Cuba como soldado, y las clarisas, para evitarlo, llegaron a pagar 1.500 pesetas de entonces para que no se lo llevaran”, comenta.
Un gesto fortuito que marcó, aunque no lo supieran entonces, el destino de toda una saga familiar. José Romero Espejo aprendió las recetas que elaboraban las hermanas clarisas y las continuó perpetuando más allá de los muros del convento una vez abrió su propia panadería-dulcería. Dulces que fueron pasando de unos a otros en la familia y que hoy forman parte de la idiosincrasia de todo un pueblo que trabaja, día a día, para que no se pierda: hablamos de los tradicionales mostachones, seña de identidad de Utrera, pero también de las tortas de polvorón —que, curiosamente y a pesar del nombre, se elaboran durante todo el año— o, por supuesto, los bollos de aceite tan arraigados a estas festividades. Los mismos que ahora lucen a la entrada de la tienda.
“Los he probado y están riquísimos”, se adelanta a asegurarnos Silvia, una de las dependientas de Diego Vázquez, que atiende con una energía desbordante a todo cliente que entra por la puerta. Su vida laboral se ha forjado, como la de los propietarios, entre estas vitrinas, donde lleva despachando con la misma simpatía desde hace ya 30 años. La conexión que tiene con el anfitrión, quien la contrató siendo apenas una niña, se palpa en el ambiente: el cariño mutuo es algo indiscutible. “Vengo de una familia de muchos hermanos, así que me saqué el graduado escolar para ponerme a trabajar. Mi hermano hacía aquí los mostachones y enseguida me contrataron”, comenta.
A su lado, Diego aprovecha para rememorar también, no sin que le invada la nostalgia, sus comienzos en el negocio familiar, en cuyo entorno se crió desde que nació. Una historia que, como todas, pasó por muchos altibajos. “Cuando era joven me levantaba a las 12 de la noche a trabajar todos los días de lunes a domingo. A las 5 de la mañana cogía la bicicleta y me ponía a repartir pan por el pueblo. Después de almorzar me iba otra vez al campo a vender pan a caballo. Y así era mi vida, trabajando todos los días 20 horas”, asegura. Con los años, todo ese esfuerzo, talento y tesón hizo que aquel humilde obrador acabara creciendo hasta convertirse en lo que es hoy: parte fundamental del patrimonio gastronómico de Utrera.
“La receta del bollo de aceite llega a través de las monjas clarisas y el proceso es muy fácil. Se coge una masa madre del día anterior, se le echa aceite de oliva y se mete en la amasadora. Ahí se le echa azúcar, la harina, el clavo, la canela y la matalauva”, nos narra nuestro anfitrión. “Se hace una masa, después se divide en porciones de 30 gramos, y cada una de ellas se hace una pelotita que se moja en el azúcar”, concluye.
Un paso a paso que, más allá de imaginar, contemplamos de manos de su hijo, José Diego, en el obrador de la empresa. Junto a una mesa en la que se encuentran dispuestos gran parte de los ingredientes e instrumentos, se afana en bolear de dos en dos las porciones de masa a una velocidad pasmosa. “Estamos rescatando recetas superantiguas. No usamos productos de ningún tipo ni conservantes de ninguna clase. No lo hacemos cómo se está haciendo ahora, lo hacemos como se ha hecho siempre”, nos aclara el que es parte fundamental de la quinta generación de los Vázquez.
Cuando le preguntamos sobre cuántos de estos dulces venden aproximadamente cada Navidad, confiesa que no lo sabe con exactitud. De lo que no tiene ninguna duda, afirma, es de que no hay ningún otro lugar del mundo donde se elabore esta misma variedad. “Esto es masa de pan. Antiguamente la gente se entretenía en sus hogares, y era típico el entrar en las casas y oler al bollo típico de matalauva porque se guardaban en la peinadora para que no cogieran humedad. Quien tenía para echarle más cosas, se las echaba, pero el origen es muy sencillo: ¿Cómo se comía el pan entonces? Con aceite y azúcar, ¿verdad? Pues eso es lo que hacían”, nos cuenta, mientras aplasta manualmente cada una de las bolas de masa sobre una mezcla de azúcar, grajea y ajonjolí. Acto seguido, las marca con el canto de la mano para darles forma y las coloca en una bandeja.
La textura de los famosos bollos de aceite una vez horneados, sin embargo, no es la de un bollo clásico, sino todo lo contrario. “Esto recuerda más a una galleta, porque yo no quiero que esté tierna, quiero que esté dura”, afirma. Para que sea así, lo que hace es utilizar la masa madre tan solo para elaborar un pie, que no es más que una masa hecha de un día para otro. “Con esa otra masa es con la que yo hago el bollo de aceite, no uso directamente la madre”, nos aclara.
Con el ruido de la amasadora de fondo, Diego continúa trabajando casi de manera automática. Los años de experiencia en el oficio le han llevado a tener interiorizados los pasos, que realiza con absoluta maestría. Una vez sacados los bollos del horno, y ya fríos, son empaquetados para llevar a la tienda. Aunque, antes, es hora del veredicto: “Es distinto a todos los pasteles. El primer punto es salado, pero luego ya llega el dulce”, afirma. Una moderna combinación con la que las clarisas, no nos cabe duda, supieron adelantarse a sus tiempos gracias a una deliciosa receta que ha sabido pervivir, como pocas, al paso de los siglos. Una herencia única con la que saborear los orígenes y esencia de un pueblo donde el dulce es parte de su razón de ser.
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